La princesa no cabía en sí de gozo; aquella iba a ser la noche que vestiría de largo por primera vez. Unas semanas antes, su madre había acudido a sus aposentos a darle la tan ansiada noticia. En la fiesta de San Juan de aquel año, dejaría de ser una niña y pasaría a ser una mujer a los ojos de todo el reino.
Oyó revuelo fuera de su habitación mientras su dama de compañía la ayudaba a peinarse y le colocaba delicados adornos de perlas bajo el moño. Aquella iba a ser una gran fiesta, y todos los sirvientes estaban esforzandose al maximo por que la puesta de largo de la princesa fuera inolvidable.
Pero cuando salió de su cuarto en dirección a la sala de baile, se dio cuenta de que algo iba mal. Los ruidos y voces que había medio intuido desde su habitación no eran los del servicio afanándose ni los de su señora madre regañando a las criadas. Eran voces de hombres, voces de desconocidos. Y también voces de hombres y mujeres que creyó reconocer. Pero estas últimas voces eran más agudas, más chillonas, teñidas de miedo. Sin comprender nada, la princesa avanzó por el pasillo, acercándose cada vez más a la fuente del ruido, hasta que llegó a lo alto de las escaleras que daban a la sala de baile.
El gran salón estaba repleto de gente. Las puertas de entrada estaban reventadas, abiertas hacia dentro, y por el inmenso agujero que había en su centro seguía entrando más gente, hombres vestidos con ropas negras, desgreñados, y blandiendo todo tipo de instrumentos extraños que la princesa no había visto en su vida. En el salón estaban también los invitados a la fiesta: Corriendo de un lado a otro, refugiándose tras las mesas volcadas, forzejeando con los desconocidos. Y todos, los unos y los otros, gritando.
La princesa vio sangre en el suelo, cerca de una de las invitadas, que se revolvía en el suelo, gritando de dolor. Encima de ella forcejeaba uno de los desconocidos, riéndose a carcajadas. La princesa vio tiras de seda y encaje volar por los aires, arrancadas de los vestidos y las casacas. Vio a los salvajes volcar las fuentes de comida, atacar a sus invitados, hacerlos sangrar, seguir golpeándolos cuando estaban en el suelo, mientras pedían clemencia a gritos...
La princesa no entendía nada. No sabía quiénes eran esos hombres, ni por qué hacían eso. Era la primera vez que oía el miedo en la voz de una persona, la primera vez que oía gritar de terror a alguien. Ignoraba por qué se tiraban sobre las invitadas, por qué les desgarraban las faldas de sus elegantes vestidos. No sentía miedo, porque entre las paredes de su castillo la habían mimado de tal modo que ni siquiera había oído hablar de él, y por eso no supo que debía haber huído al oír los gritos por primera vez.
Uno de los hombres, que reía sobre una de las invitadas, levantó la cabeza y la vio en lo alto de las escaleras. Sonrió, dejó su presa inerte en el suelo, y comenzó a subir las escaleras, lentamente, hacia ella. La princesa no sabía por qué ese hombre se le acercaba, no sabía por qué le sonreía. Solo sus amigos la sonreían, pero ese hombre le había hecho daño a sus invitados. ¿Por qué la sonreía entonces? Dió un par de pasos hacia atrás. El hombre la vió recular y dejó de sonreír. En dos zancadas se plantó en lo alto de la escalinata, junto a ella.
La princesa comenzó a gritar, lo que sorprendió al desconocido, y salió corriendo hacia el corredor, de vuelta a su cuarto. En su cuarto estaría segura, se dijo. En su cuarto sus damas de compañía no dejarían que le sucediera nada malo.
El hombre volvió a sonreírse, y la siguió en su carrera hacia sus aposentos, divertido por ver a dónde corría la chiquilla. Cuando la princesa llegó a su cuarto y cerró la puerta tras de sí, se sintió a salvo solo los escasos segundos que tardó el desconocido en abrirla de una patada. La princesa chilló de nuevo, y se subió a su cama. Aquel hombre no podía entrar en su cuarto, en su cuarto ella estaba a salvo, y los ojos de ese hombre no le gustaban, no la hacían sentirse segura. ¿Dónde estaban sus damas de compañía, su ama? ¿Por qué estaba sola, con ese extraño en su cuarto?
El hombre susurró algo, se sonrió, se subió a la cama. La niña chilló como una loca, se pegó contra la pared, tapándose con la funda del colchón. Aquel hombre no podía hacerle daño en su cuarto, en su propia cama... aquellos eran sus lugares seguros, no podía estar sucediendo aquello...
La princesa no entendió nada cuando el hombre le apartó la funda de un manotazo. No entendió por qué le cogía por las muñecas y la tumbaba sobre la cama a la fuerza. Las horquillas del moño se le clavaron en el cuero cabelludo, y pensó que aquel hombre era muy malo por haber hecho que su precioso peinado se estropeara. El hombre le levantó la falda del vestido. Le levantó tres de las siete enaguas, y en la cuarta se cansó y desgarró el resto. La princesa no comprendió por qué lo hacía. No comprendió por qué le rompía con sus enormes manazas su ropita interior de seda, su primera ropa interior de mujer, estrenada ese mismo día. De pronto el hombre dejó de sujetarla, pero al intentar escapar la abofeteó, haciendo que se encogiera y comenzara a llorar.
Nadie la había pegado. Nadie la había tratado nunca así de mal. El hombre la forzó a ponerse de nuevo boca arriba, y se tumbó sobre ella, separándole las piernas con sus enormes manazas.
La pobre princesita no entendía nada...
Oyó revuelo fuera de su habitación mientras su dama de compañía la ayudaba a peinarse y le colocaba delicados adornos de perlas bajo el moño. Aquella iba a ser una gran fiesta, y todos los sirvientes estaban esforzandose al maximo por que la puesta de largo de la princesa fuera inolvidable.
Pero cuando salió de su cuarto en dirección a la sala de baile, se dio cuenta de que algo iba mal. Los ruidos y voces que había medio intuido desde su habitación no eran los del servicio afanándose ni los de su señora madre regañando a las criadas. Eran voces de hombres, voces de desconocidos. Y también voces de hombres y mujeres que creyó reconocer. Pero estas últimas voces eran más agudas, más chillonas, teñidas de miedo. Sin comprender nada, la princesa avanzó por el pasillo, acercándose cada vez más a la fuente del ruido, hasta que llegó a lo alto de las escaleras que daban a la sala de baile.
El gran salón estaba repleto de gente. Las puertas de entrada estaban reventadas, abiertas hacia dentro, y por el inmenso agujero que había en su centro seguía entrando más gente, hombres vestidos con ropas negras, desgreñados, y blandiendo todo tipo de instrumentos extraños que la princesa no había visto en su vida. En el salón estaban también los invitados a la fiesta: Corriendo de un lado a otro, refugiándose tras las mesas volcadas, forzejeando con los desconocidos. Y todos, los unos y los otros, gritando.
La princesa vio sangre en el suelo, cerca de una de las invitadas, que se revolvía en el suelo, gritando de dolor. Encima de ella forcejeaba uno de los desconocidos, riéndose a carcajadas. La princesa vio tiras de seda y encaje volar por los aires, arrancadas de los vestidos y las casacas. Vio a los salvajes volcar las fuentes de comida, atacar a sus invitados, hacerlos sangrar, seguir golpeándolos cuando estaban en el suelo, mientras pedían clemencia a gritos...
La princesa no entendía nada. No sabía quiénes eran esos hombres, ni por qué hacían eso. Era la primera vez que oía el miedo en la voz de una persona, la primera vez que oía gritar de terror a alguien. Ignoraba por qué se tiraban sobre las invitadas, por qué les desgarraban las faldas de sus elegantes vestidos. No sentía miedo, porque entre las paredes de su castillo la habían mimado de tal modo que ni siquiera había oído hablar de él, y por eso no supo que debía haber huído al oír los gritos por primera vez.
Uno de los hombres, que reía sobre una de las invitadas, levantó la cabeza y la vio en lo alto de las escaleras. Sonrió, dejó su presa inerte en el suelo, y comenzó a subir las escaleras, lentamente, hacia ella. La princesa no sabía por qué ese hombre se le acercaba, no sabía por qué le sonreía. Solo sus amigos la sonreían, pero ese hombre le había hecho daño a sus invitados. ¿Por qué la sonreía entonces? Dió un par de pasos hacia atrás. El hombre la vió recular y dejó de sonreír. En dos zancadas se plantó en lo alto de la escalinata, junto a ella.
La princesa comenzó a gritar, lo que sorprendió al desconocido, y salió corriendo hacia el corredor, de vuelta a su cuarto. En su cuarto estaría segura, se dijo. En su cuarto sus damas de compañía no dejarían que le sucediera nada malo.
El hombre volvió a sonreírse, y la siguió en su carrera hacia sus aposentos, divertido por ver a dónde corría la chiquilla. Cuando la princesa llegó a su cuarto y cerró la puerta tras de sí, se sintió a salvo solo los escasos segundos que tardó el desconocido en abrirla de una patada. La princesa chilló de nuevo, y se subió a su cama. Aquel hombre no podía entrar en su cuarto, en su cuarto ella estaba a salvo, y los ojos de ese hombre no le gustaban, no la hacían sentirse segura. ¿Dónde estaban sus damas de compañía, su ama? ¿Por qué estaba sola, con ese extraño en su cuarto?
El hombre susurró algo, se sonrió, se subió a la cama. La niña chilló como una loca, se pegó contra la pared, tapándose con la funda del colchón. Aquel hombre no podía hacerle daño en su cuarto, en su propia cama... aquellos eran sus lugares seguros, no podía estar sucediendo aquello...
La princesa no entendió nada cuando el hombre le apartó la funda de un manotazo. No entendió por qué le cogía por las muñecas y la tumbaba sobre la cama a la fuerza. Las horquillas del moño se le clavaron en el cuero cabelludo, y pensó que aquel hombre era muy malo por haber hecho que su precioso peinado se estropeara. El hombre le levantó la falda del vestido. Le levantó tres de las siete enaguas, y en la cuarta se cansó y desgarró el resto. La princesa no comprendió por qué lo hacía. No comprendió por qué le rompía con sus enormes manazas su ropita interior de seda, su primera ropa interior de mujer, estrenada ese mismo día. De pronto el hombre dejó de sujetarla, pero al intentar escapar la abofeteó, haciendo que se encogiera y comenzara a llorar.
Nadie la había pegado. Nadie la había tratado nunca así de mal. El hombre la forzó a ponerse de nuevo boca arriba, y se tumbó sobre ella, separándole las piernas con sus enormes manazas.
La pobre princesita no entendía nada...
Comentarios
Publicar un comentario