Un par de mujeres que no había visto nunca la recostaron sobre el montón de paja al que llamaba cama, le subieron el trozo de tela gastada que llevaba por vestido, y le abrieron las piernas. Comenzaron a hablar entre ellas y con una tercera a la cual su abultada barriga le impedía ver. Sintió otro latigazo de dolor en la parte baja de la espalda, que le arrancó un grito. Empezó a retorcerse con tanta violencia que las dos mujeres que la habían tumbado tuvieron que sujetarla para que no se cayera al suelo.
Tuvo suerte de que el hombre que la había perseguido a su cuarto no la matase. Cuando hubo acabado con ella la dejó donde la había alcanzado, en su camita con dosel, tumbada inmóvil bajo las gasas rasgadas, preguntándose qué le habría hecho aquel hombre malo para que hubiera empezado a sangrar tanto y tan de repente, y si acaso no pararía de sangrar nunca, y terminaría muriendo ahí tumbada.
Cuando la sangre dejó de brotar y los ruidos del recibidor cesaron, la princesa se aventuró de nuevo por los pasillos, si bien esta vez mucho más cuidadosamente. Ver el suelo de la gran sala literalmente tapizado con los cadáveres de sus familias y sus siervos le provocó tal shok, que lo siguiente que recordaba era encontrarse descalzo, con los vestidos desgarrados, en mitad del campo.
Lo único que pudo hacer la pobre niña fue llorar desconsoladamente, hasta que algún milagro hizo que un campesino oyera sus sollozos, y se la llevara a su granja. Era un hombre mayor, de aspecto desagradable, que olía siempre a cebollas y estiércol. A la niña le daba miedo, pero la había acogido en su casa y la alimentaba, aunque la obligase a limpiar la casa y las cuadras. Y aunque no hubiera estado tan asustada, ¿a dónde podría haber ido? No tenía ni idea de en qué lugar estaba, y apenas se atrevía a alejarse de la granja las pocas veces que salía. Era mejor realizar aquellas labores penosas que la pobre princesa ni siquiera sabía que existían.
No sabía con qué propósito, pero aquel hombre subía todas las noches a la buhardilla, donde ella tenía su cama, se tumbaba sobre ella, y le hacía lo mismo que le había hecho aquel soldado, allá en su castillo. La niña, por miedo a que el campesino se enfadara y la echara, no protestó ni una sola vez. De todos modos, ya no le dolía tanto, y al menos no sangraba, pero muchas veces había tenido que aguantarse las ganas de vomitar.
De pronto la pobre princesita se había encontrado indispuesta. Había empezado a vomitar casi constantemente, y pese a que apenas comía, los vómitos no cesaban. Y lo peor fue que cuando pararon, su vientre comenzó a abultarse como una pelota. La niña se asustó mucho, y le comunicó al campesino su enfermedad. Pero el viejo solamente chascó la lengua ante las palabras de la pequeña, ignorándola, y la princesita tuvo que seguir haciendo sus trabajos y soportando las visitas diarias a su cama mientras veía hichársele poco a poco el vientre.
Hasta que aquella mañana se despertara en una cama empapada en agua, y los dolores comenzaran.
Le decían que empujase, pero ella no sabía qué se suponía que tenía que empujar. Hacía ya un rato que se le había caído el trapo con el que se vestía, y estaba tumbada desnuda sobre la paja en una posición grotesca, con las lágrimas y los mocos goteándole por la barbilla, junto con la mugre que le cubría todo el cuerpo. Las dos mujeres de la cabecera la sujetaban de los hombros y le hablaban para que se tranquilizara, pero ella solo notaba aquel dolor en la base de la columna, como si la estuvieran partiendo en dos. Hacía tiempo que había perdido la capacidad de raciocinio necesaria para pedirle a Dios que aquello acabara, y lo único que podía hacer era aullar como una loca, pero ni eso ahuyentaba el dolor.
- Ya sale... Solo un empujoncito más, que ya sale...
- Oh Dios mío, se ha desmayado!
- No importa, el niño ya está casi fuera... Cuánta sangre... ¿Es normal que sangre tanto?
- A ver, deja que mire...
- No, no lo es.
- Y no para de salir... El bebé ya está fuera, ¡pero la sangre no para de salir!
- ¡Párala por Dios! ¡Se va a desangrar!
Tuvo suerte de que el hombre que la había perseguido a su cuarto no la matase. Cuando hubo acabado con ella la dejó donde la había alcanzado, en su camita con dosel, tumbada inmóvil bajo las gasas rasgadas, preguntándose qué le habría hecho aquel hombre malo para que hubiera empezado a sangrar tanto y tan de repente, y si acaso no pararía de sangrar nunca, y terminaría muriendo ahí tumbada.
Cuando la sangre dejó de brotar y los ruidos del recibidor cesaron, la princesa se aventuró de nuevo por los pasillos, si bien esta vez mucho más cuidadosamente. Ver el suelo de la gran sala literalmente tapizado con los cadáveres de sus familias y sus siervos le provocó tal shok, que lo siguiente que recordaba era encontrarse descalzo, con los vestidos desgarrados, en mitad del campo.
Lo único que pudo hacer la pobre niña fue llorar desconsoladamente, hasta que algún milagro hizo que un campesino oyera sus sollozos, y se la llevara a su granja. Era un hombre mayor, de aspecto desagradable, que olía siempre a cebollas y estiércol. A la niña le daba miedo, pero la había acogido en su casa y la alimentaba, aunque la obligase a limpiar la casa y las cuadras. Y aunque no hubiera estado tan asustada, ¿a dónde podría haber ido? No tenía ni idea de en qué lugar estaba, y apenas se atrevía a alejarse de la granja las pocas veces que salía. Era mejor realizar aquellas labores penosas que la pobre princesa ni siquiera sabía que existían.
No sabía con qué propósito, pero aquel hombre subía todas las noches a la buhardilla, donde ella tenía su cama, se tumbaba sobre ella, y le hacía lo mismo que le había hecho aquel soldado, allá en su castillo. La niña, por miedo a que el campesino se enfadara y la echara, no protestó ni una sola vez. De todos modos, ya no le dolía tanto, y al menos no sangraba, pero muchas veces había tenido que aguantarse las ganas de vomitar.
De pronto la pobre princesita se había encontrado indispuesta. Había empezado a vomitar casi constantemente, y pese a que apenas comía, los vómitos no cesaban. Y lo peor fue que cuando pararon, su vientre comenzó a abultarse como una pelota. La niña se asustó mucho, y le comunicó al campesino su enfermedad. Pero el viejo solamente chascó la lengua ante las palabras de la pequeña, ignorándola, y la princesita tuvo que seguir haciendo sus trabajos y soportando las visitas diarias a su cama mientras veía hichársele poco a poco el vientre.
Hasta que aquella mañana se despertara en una cama empapada en agua, y los dolores comenzaran.
Le decían que empujase, pero ella no sabía qué se suponía que tenía que empujar. Hacía ya un rato que se le había caído el trapo con el que se vestía, y estaba tumbada desnuda sobre la paja en una posición grotesca, con las lágrimas y los mocos goteándole por la barbilla, junto con la mugre que le cubría todo el cuerpo. Las dos mujeres de la cabecera la sujetaban de los hombros y le hablaban para que se tranquilizara, pero ella solo notaba aquel dolor en la base de la columna, como si la estuvieran partiendo en dos. Hacía tiempo que había perdido la capacidad de raciocinio necesaria para pedirle a Dios que aquello acabara, y lo único que podía hacer era aullar como una loca, pero ni eso ahuyentaba el dolor.
- Ya sale... Solo un empujoncito más, que ya sale...
- Oh Dios mío, se ha desmayado!
- No importa, el niño ya está casi fuera... Cuánta sangre... ¿Es normal que sangre tanto?
- A ver, deja que mire...
- No, no lo es.
- Y no para de salir... El bebé ya está fuera, ¡pero la sangre no para de salir!
- ¡Párala por Dios! ¡Se va a desangrar!
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