Hoy, cuando he firmado el precontrato de mi nuevo trabajo, me ha parecido que estaba en una agencia de modelos.
La chica de recursos humanos con la que he hablado era todo elegancia y estilo: Pelo liso impecable, corte a la última, tipo escultural, ropa elegante a la vez que seductora, manicura francesa de salón de belleza, maquillaje casi imperceptible y muy elegante...
Yo había dormido mal, no me había lavado el pelo, estaba hinchada por la retención de líquidos del síndrome premenstrual - además de ser rellenita de por sí -, venía sudando porque debido a confundirme de tren en Chamartín llegaba diez minutos tarde, y me acababa de retocar el esmalte de uñas por tercera vez sin quitármelo antes.
Normalmente al compararme con mujeres de ese estilo se me hunde la moral, pero hoy, por algún extraño motivo, el resultado de la comparativa me ha hecho gracia. No sé, es que compararme con la mujer que me ha recibido hoy para firmar el contrato es como comparar las Churras con las Meninas. Simplemente, no jugamos en la misma división.
Seguramente influenciada por esta mujer, al llegar a mi barrio de vuelta a casa me he pasado por el centro comercial, me he metido en un Sfera, y he revisado meticulosamente todas las perchas, parabanes y estantes. Buscaba algo con estilo de verdad, algo que me redefiniera, que me diera una imagen nueva y radiante para mi nuevo trabajo. Quería reinventarme a mi misma, ponerme ropa que jamás me habría atrevido a llevar.
Cogí un vestido suelto de cuadros escoceses en tonos rojos y grises, un peto gris precioso y muy formal con jersey de cuello alto debajo, unos pantalones de vestir marrones (eso sí, con campana. Es lo único a lo que me niego a renunciar), una falda abullonada con cinturilla bordada, y una camiseta con el cuello anudado.
Ya en el probador, me puse primero el vestido rojo.
El aspecto que tenía ante el espejo era el de una muñeca repollo despeinada. Solo que más grotesca. Los cuadros escoceses no eran el problema, sino el vestido suelto, que me hacía parecer un saco de patatas.
El jersey negro pasó el examen, pero claro, necesitaba unos pantalones. Así que me probé los que había traído conmigo... sin demasiado éxito. No había talla 44, así que eran una triste 42, que si bien me entraba, dudo que hubiese aguantado de una pieza al sentarme.
Cuando me quité los pantalones y me puse el peto gris sobre el jersey, de pronto me pregunté desde cuándo estaba embarazada de seis meses... Cuando me di cuenta de por qué lo estaba pensando, me saqué el peto inmediatamente.
Lo siguiente fue la falda abullonada. Que al abrocharla, resultó ser la falda de la hermana gemela secreta de Steve Urkel.
La camiseta con el cuello anudado era preciosa, pero sin nada que ponerme debajo, no tenía ningún sentido comprarla...
Así que salí totalmente desanimada de los probadores, y me hundí aún más cuando me dijeron que no quedaba ninguna talla 44 de los pantalones que me gustaban.
Decidí darme otra vuelta, sólo por afán masoquista. Y encontré un parabán con vestidos negros de corte imperio. "Bueno", pensé, "no me reinventaré a mí misma, pero sigo necesitando ropa para mi nuevo trabajo". Así que me llevé al probador tres vestidos que eran básicamente iguales, salvo por los detalles del escote y las mangas. Y que eran básicamente iguales que el vestido que llevaba puesto, salvo por el escote y las mangas. Y, claro está, me encantaron, y se vinieron conmigo cuando salí de la tienda.
Para sentirme un poco mejor, además de una bonita bufanda a rayas de colores bastante llamativos, entré en la zapatería de al lado.
Bueno, realmente no fue por resarcirme, fue porque aunque los vestidos me quedaban bien, clamaban a gritos unas merceditas con tacón (calzado del que carezco).
Lo bueno fue que al menos el calzado sí que me quedaba bien: Unas preciosas merceditas de charol negro, con la suela atravesada por dos rayas blancas, con hebilla, y un tacón tremendamente alto y que se va estrechando hasta no ser más que una tira de caucho al llegar al suelo. Definitivamente, no es el tipo de zapato que llevo normalmente. Y así le añado un toque de picardía a mi manera de vestir, tan sosa y tan sobria.
La experiencia de esta mañana me ha hecho preguntarme por qué mi hermana está tan elegante con esos vestidos de estampados recargados, pero yo parezco un payaso de feria con ellos puestos... ¿No se supone que somos tan parecidas? ¿Entonces por qué la misma ropa a una le hace parecer la reina del glamour, y a otra la cerdita Peggy?
La chica de recursos humanos con la que he hablado era todo elegancia y estilo: Pelo liso impecable, corte a la última, tipo escultural, ropa elegante a la vez que seductora, manicura francesa de salón de belleza, maquillaje casi imperceptible y muy elegante...
Yo había dormido mal, no me había lavado el pelo, estaba hinchada por la retención de líquidos del síndrome premenstrual - además de ser rellenita de por sí -, venía sudando porque debido a confundirme de tren en Chamartín llegaba diez minutos tarde, y me acababa de retocar el esmalte de uñas por tercera vez sin quitármelo antes.
Normalmente al compararme con mujeres de ese estilo se me hunde la moral, pero hoy, por algún extraño motivo, el resultado de la comparativa me ha hecho gracia. No sé, es que compararme con la mujer que me ha recibido hoy para firmar el contrato es como comparar las Churras con las Meninas. Simplemente, no jugamos en la misma división.
Seguramente influenciada por esta mujer, al llegar a mi barrio de vuelta a casa me he pasado por el centro comercial, me he metido en un Sfera, y he revisado meticulosamente todas las perchas, parabanes y estantes. Buscaba algo con estilo de verdad, algo que me redefiniera, que me diera una imagen nueva y radiante para mi nuevo trabajo. Quería reinventarme a mi misma, ponerme ropa que jamás me habría atrevido a llevar.
Cogí un vestido suelto de cuadros escoceses en tonos rojos y grises, un peto gris precioso y muy formal con jersey de cuello alto debajo, unos pantalones de vestir marrones (eso sí, con campana. Es lo único a lo que me niego a renunciar), una falda abullonada con cinturilla bordada, y una camiseta con el cuello anudado.
Ya en el probador, me puse primero el vestido rojo.
El aspecto que tenía ante el espejo era el de una muñeca repollo despeinada. Solo que más grotesca. Los cuadros escoceses no eran el problema, sino el vestido suelto, que me hacía parecer un saco de patatas.
El jersey negro pasó el examen, pero claro, necesitaba unos pantalones. Así que me probé los que había traído conmigo... sin demasiado éxito. No había talla 44, así que eran una triste 42, que si bien me entraba, dudo que hubiese aguantado de una pieza al sentarme.
Cuando me quité los pantalones y me puse el peto gris sobre el jersey, de pronto me pregunté desde cuándo estaba embarazada de seis meses... Cuando me di cuenta de por qué lo estaba pensando, me saqué el peto inmediatamente.
Lo siguiente fue la falda abullonada. Que al abrocharla, resultó ser la falda de la hermana gemela secreta de Steve Urkel.
La camiseta con el cuello anudado era preciosa, pero sin nada que ponerme debajo, no tenía ningún sentido comprarla...
Así que salí totalmente desanimada de los probadores, y me hundí aún más cuando me dijeron que no quedaba ninguna talla 44 de los pantalones que me gustaban.
Decidí darme otra vuelta, sólo por afán masoquista. Y encontré un parabán con vestidos negros de corte imperio. "Bueno", pensé, "no me reinventaré a mí misma, pero sigo necesitando ropa para mi nuevo trabajo". Así que me llevé al probador tres vestidos que eran básicamente iguales, salvo por los detalles del escote y las mangas. Y que eran básicamente iguales que el vestido que llevaba puesto, salvo por el escote y las mangas. Y, claro está, me encantaron, y se vinieron conmigo cuando salí de la tienda.
Para sentirme un poco mejor, además de una bonita bufanda a rayas de colores bastante llamativos, entré en la zapatería de al lado.
Bueno, realmente no fue por resarcirme, fue porque aunque los vestidos me quedaban bien, clamaban a gritos unas merceditas con tacón (calzado del que carezco).
Lo bueno fue que al menos el calzado sí que me quedaba bien: Unas preciosas merceditas de charol negro, con la suela atravesada por dos rayas blancas, con hebilla, y un tacón tremendamente alto y que se va estrechando hasta no ser más que una tira de caucho al llegar al suelo. Definitivamente, no es el tipo de zapato que llevo normalmente. Y así le añado un toque de picardía a mi manera de vestir, tan sosa y tan sobria.
La experiencia de esta mañana me ha hecho preguntarme por qué mi hermana está tan elegante con esos vestidos de estampados recargados, pero yo parezco un payaso de feria con ellos puestos... ¿No se supone que somos tan parecidas? ¿Entonces por qué la misma ropa a una le hace parecer la reina del glamour, y a otra la cerdita Peggy?
¡Hazte amiga suya y me la presentas!
ResponderEliminarSeguro que está harta de codearse con babosos guapos atléticos y...
Eh...
¿Que tal aguanta el alcohol?
Coñas aparte...
Olvidas que los diseñadores de ropa odian a las mujeres, por lo tanto...
ELLA ES UN HOMBRE!
(dioss... tengo que tomar la medicación....)
chan... ya estás tardando... -_-...
ResponderEliminarMariu, reina, seas Peggy o Shiffer sabes que siempre serás la mejor. ;)
Peri, si, las tiendas mienten con las tallas... al menos las mujeres teneis variedad de ropa que elegir, lo que somos los hombres tenemos poquito donde elegir y a la minima que innoves un poco te miran mal.