El día está llorando. Caen sus lágrimas con desconsuelo sobre todos nosotros que, ajenos a su llanto, seguimos con nuestras vidas, convencidos de que nuestros problemas son el centro del universo. Miro al cielo, y me pregunto qué le afligirá para que llore con tanta amargura. Antes de que me contagie su llanto, quiero preguntarle, quiero saber si puedo hacer algo para consolarle. Pero por más que le interrogue no me responde. Solo sigue llorando en silencio.
Las gotas de lluvia resbalan por el cristal de las ventanas, como cientos de ojos llenos de lágrimas.
Mis ojos se llenan de lágrimas también. Es demasiada la amargura con la que le veo llorar, como para no contagiarme. Lloro por él, por lo que sea que provoca su llanto. Y por mi misma. Porque cuando el día deje de llorar y salga el sol, cuando haya olvidado su pena, yo seguiré recordando su llanto, su amargura, y me seguiré preguntando qué la produjo.
Y me preguntaré también qué provocó mis lágrimas, que no cesaron al cesar la lluvia.
Las gotas de lluvia resbalan por el cristal de las ventanas, como cientos de ojos llenos de lágrimas.
Mis ojos se llenan de lágrimas también. Es demasiada la amargura con la que le veo llorar, como para no contagiarme. Lloro por él, por lo que sea que provoca su llanto. Y por mi misma. Porque cuando el día deje de llorar y salga el sol, cuando haya olvidado su pena, yo seguiré recordando su llanto, su amargura, y me seguiré preguntando qué la produjo.
Y me preguntaré también qué provocó mis lágrimas, que no cesaron al cesar la lluvia.
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