Puede que sea en el metro de camino al trabajo, o volviendo de él; puede que sea en esa reunión semanal con los jefes de proyecto en la que siempre desconectas, o tomando el café en el descanso. El caso es que te viene la inspiración. ¡chas!, y tienes "La" idea.
Te pasas el día dándole vueltas, perfilándola, añadiéndole detalles, limando imperfecciones. La adornas con dedicación y mimo mientras las horas que te quedan hasta llegar a casa van disminuyendo. Te asombras de haber tenido tan buena idea, y agradeces a tu musa, sea la que sea, el habertela brindado.
Abriendo la puerta de tu casa ya le vas dando las últimas pinceladas. Detalles que pudieran quedar sueltos, conflictos que no se resuelven de manera natural... esas cosas. Enciendes el ordenador incluso antes de quitarte la chaqueta, te sientas en la silla sin cambiarte de ropa, abres el editor de textos, y comienzas a escribir.
Y escribes una línea, dos, un párrafo. Conforme las frases se van formando, te das cuenta de que algo no marcha como debiera. Como si tu idea se resistiera a pasar integramente de tu cabeza al papel, y su genialidad fuera la parte que más se opusiera a imprimirse en el texto...
Relees el primer párrafo, la primera hoja. La mediocridad del manuscrito te golpea casi físicamente. Intentas reescribirlo, pero no terminas de encontrar las palabras para expresar aquello que en tu mente era tan magnífico. Buscas el diccionario de sinónimos, pero te brinda poca ayuda. Descartas la primera página y la escribes de nuevo desde cero, pero tampoco sirve. Las frases que vas escribiendo ni siquiera expresan una mínima parte de lo que pretendías transmitir con la idea que tanto has ido desarrollando a lo largo del día. Y cuantas más versiones descartas, más penosas te parecen las siguientes frases que escribes. Y acabas igual que empezaste, sentado delante del ordenador, la ropa de calle aún puesta, y el editor de textos abierto con un documento en blanco. Solo que sin idea genial. O mejor dicho, con una idea que en tu cabeza era genial, pero que al pasarla a la letra impresa pasó a ser vulgar y mediocre.
Totalmente decaido, decides irte a la cama. Te levantas al día siguiente aún bastante abatido, y no levantas la vista del suelo en todo el camino al trabajo.
Y ese mismo día, quizá en el transporte público, o en la reunión de la mañana, o quizá durante la comida o el café posterior, de pronto te viene la inspiración...
Te pasas el día dándole vueltas, perfilándola, añadiéndole detalles, limando imperfecciones. La adornas con dedicación y mimo mientras las horas que te quedan hasta llegar a casa van disminuyendo. Te asombras de haber tenido tan buena idea, y agradeces a tu musa, sea la que sea, el habertela brindado.
Abriendo la puerta de tu casa ya le vas dando las últimas pinceladas. Detalles que pudieran quedar sueltos, conflictos que no se resuelven de manera natural... esas cosas. Enciendes el ordenador incluso antes de quitarte la chaqueta, te sientas en la silla sin cambiarte de ropa, abres el editor de textos, y comienzas a escribir.
Y escribes una línea, dos, un párrafo. Conforme las frases se van formando, te das cuenta de que algo no marcha como debiera. Como si tu idea se resistiera a pasar integramente de tu cabeza al papel, y su genialidad fuera la parte que más se opusiera a imprimirse en el texto...
Relees el primer párrafo, la primera hoja. La mediocridad del manuscrito te golpea casi físicamente. Intentas reescribirlo, pero no terminas de encontrar las palabras para expresar aquello que en tu mente era tan magnífico. Buscas el diccionario de sinónimos, pero te brinda poca ayuda. Descartas la primera página y la escribes de nuevo desde cero, pero tampoco sirve. Las frases que vas escribiendo ni siquiera expresan una mínima parte de lo que pretendías transmitir con la idea que tanto has ido desarrollando a lo largo del día. Y cuantas más versiones descartas, más penosas te parecen las siguientes frases que escribes. Y acabas igual que empezaste, sentado delante del ordenador, la ropa de calle aún puesta, y el editor de textos abierto con un documento en blanco. Solo que sin idea genial. O mejor dicho, con una idea que en tu cabeza era genial, pero que al pasarla a la letra impresa pasó a ser vulgar y mediocre.
Totalmente decaido, decides irte a la cama. Te levantas al día siguiente aún bastante abatido, y no levantas la vista del suelo en todo el camino al trabajo.
Y ese mismo día, quizá en el transporte público, o en la reunión de la mañana, o quizá durante la comida o el café posterior, de pronto te viene la inspiración...
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