Mi casa siempre ha estado plagada de libros.
Había un libro enorme de trigonometría, cuyos dibujos me gustaban más que cualquier otro libro. Mis padres me los enseñaban y me contaban cuentos sobre ellos, y me decían que estaba aprendiendo trigonometría. Y yo, con el desparpajo que le corresponde a una cría de cuatro años, un día me planté delante de mi profesor de párbulos, y le solté que sabía trigonometría.
Cuando contaba ocho añitos, me empecé a interesar por el armatoste con teclado y pantalla delante del que mi padre pasaba tantas horas. Él me dijo que para entender lo que era, había que saber informática. Y me dio dos librillos finitos, llamados "Introducción a la informática", volúmenes uno y dos. Yo me fui tan contenta, y me los leí de cabo a rabo, varias veces, hasta que conseguí descifrar todo el contenido.
Así fue como aprendí a convertir de decimal a binario, y de binario a decimal, a los ocho años.
A los nueve años, me llamó la atención una bonita enciclopedia médica en tres tomos, sobre todo unas tablas de diagnóstico del principio y una guía de primeros auxilios del final (las partes con más dibujos). Pasaba las tardes enteras leyendo las páginas de aquellos libros.
A los diez años, mi hermana mayor se compró una enciclopedia de los pintores más destacados de la historia. A mi me encantaban los dibujos, así que dediqué horas y horas a mirar las láminas de cada uno de los libros, y a leer los recuadros bajo ellos.
A los trece años, mi hermana mediana se compró un libro de biología que pesaba unos ocho kilos, enorme, más grueso que ningún libro que hubiera visto hasta ese momento, y lleno de preciosos dibujos. Me leí los recuadros de todas las ilustraciones, y en ocasiones, al no entender del todo lo que ponía en ellos, me leía parte del tema del que trataban.
Así fue como, a los trece años, descubrí lo que era el puente de hidrógeno, gracias a la foto de un martín pescador cazando.
A los catorce años, mi hermana mayor se compró la trilogía del señor de los anillos, en un solo libro recopilatorio. Ella no pudo ni con las primeras cien páginas, y cuando lo desechó, las tapas lila y el castillo de la portada me llamaron la atención desde la estantería. Me lo leí en un mes.
A los quince años, de la biblioteca del instituto, llegó a mis manos un libro sobre la estructura y evolución del universo, sobre la entropía, los telescopios de ondas, el ciclo de vida de las estrellas, la generación de los agujeros negros, la teoría del universo en expansión enfriándose hasta morir, la teoría del universo cíclico que cuando se da totalmente de sí vuelve a contraerse hasta formar un nuevo big bang, y la teoría del multiverso lineal, entre otras.
Robé el libro de la biblioteca para tenerlo yo. Aún lo tengo escondido en la maletita roja donde guardaba mis tesoros de niña, junto a los tazos del street fighter.
...
Está claro que la culpa de que yo haya salido así la tienen los libros de mi casa. Habría que hacer como en el Quijote, quemarlos todos.
Había un libro enorme de trigonometría, cuyos dibujos me gustaban más que cualquier otro libro. Mis padres me los enseñaban y me contaban cuentos sobre ellos, y me decían que estaba aprendiendo trigonometría. Y yo, con el desparpajo que le corresponde a una cría de cuatro años, un día me planté delante de mi profesor de párbulos, y le solté que sabía trigonometría.
Cuando contaba ocho añitos, me empecé a interesar por el armatoste con teclado y pantalla delante del que mi padre pasaba tantas horas. Él me dijo que para entender lo que era, había que saber informática. Y me dio dos librillos finitos, llamados "Introducción a la informática", volúmenes uno y dos. Yo me fui tan contenta, y me los leí de cabo a rabo, varias veces, hasta que conseguí descifrar todo el contenido.
Así fue como aprendí a convertir de decimal a binario, y de binario a decimal, a los ocho años.
A los nueve años, me llamó la atención una bonita enciclopedia médica en tres tomos, sobre todo unas tablas de diagnóstico del principio y una guía de primeros auxilios del final (las partes con más dibujos). Pasaba las tardes enteras leyendo las páginas de aquellos libros.
A los diez años, mi hermana mayor se compró una enciclopedia de los pintores más destacados de la historia. A mi me encantaban los dibujos, así que dediqué horas y horas a mirar las láminas de cada uno de los libros, y a leer los recuadros bajo ellos.
A los trece años, mi hermana mediana se compró un libro de biología que pesaba unos ocho kilos, enorme, más grueso que ningún libro que hubiera visto hasta ese momento, y lleno de preciosos dibujos. Me leí los recuadros de todas las ilustraciones, y en ocasiones, al no entender del todo lo que ponía en ellos, me leía parte del tema del que trataban.
Así fue como, a los trece años, descubrí lo que era el puente de hidrógeno, gracias a la foto de un martín pescador cazando.
A los catorce años, mi hermana mayor se compró la trilogía del señor de los anillos, en un solo libro recopilatorio. Ella no pudo ni con las primeras cien páginas, y cuando lo desechó, las tapas lila y el castillo de la portada me llamaron la atención desde la estantería. Me lo leí en un mes.
A los quince años, de la biblioteca del instituto, llegó a mis manos un libro sobre la estructura y evolución del universo, sobre la entropía, los telescopios de ondas, el ciclo de vida de las estrellas, la generación de los agujeros negros, la teoría del universo en expansión enfriándose hasta morir, la teoría del universo cíclico que cuando se da totalmente de sí vuelve a contraerse hasta formar un nuevo big bang, y la teoría del multiverso lineal, entre otras.
Robé el libro de la biblioteca para tenerlo yo. Aún lo tengo escondido en la maletita roja donde guardaba mis tesoros de niña, junto a los tazos del street fighter.
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Está claro que la culpa de que yo haya salido así la tienen los libros de mi casa. Habría que hacer como en el Quijote, quemarlos todos.
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