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La orden de Kaester: Prólogo (titulo provisional)

Las vestiduras de los sacerdotes de Kaester están encantadas. En el proceso de fabricación del tejido, junto con el tinte, las fibras se recubren con un conjuro protector, que hace que repelan todo tipo de suciedad u olor. El hechizo se hace con sumo cuidado, y tras aplicarlo, las telas se someten a diversas pruebas de calidad, para comprobar que no hay ningún defecto en el conjuro. Tanto cuidado en crear una tela que no se ensucie ni se desgaste con el uso fue solo la reacción del pueblo llano y los hechiceros ante cierta costumbre ancestral que mantienen los sacerdotes de Kaester: Al ordenarse, a los novicios se les entrega una sola túnica, que deberán llevar todos y cada uno de los días que les queden de vida. Este gesto está cargado de simbolismo, dado que la orden de Kaester la componen clérigos mendicantes que renuncian a todo tipo de bien terrenal, y ofrecen su vida al servicio de los demás. Pero también es un gesto bastante fútil si esos 'demás' a los que pretenden ayudar huyen despavoridos ante el olor de sus vestimentas.

El hechizo protector también dota al tejido de las túnicas sacerdotales de una textura particular, y de un áura cálida. Por supuesto, las vestiduras de todo sacerdote de Kaester, salvo por el color, son idénticas, pero el verdadero modo de identificarles es rozar sus ropas. Si al acercar la mano a la túnica de un clérigo, se empieza a sentir su tacto milímetros antes de tocarla, y este tacto es más parecido al del agua tibia de un estanque que al de la tela, es indudable que se está ante un sacerdote de Kaester.

Los clérigos pueden elegir la túnica del color que ellos deseen, para ello no hay restricción alguna. Salvo para el Sacerdote Mayor, quien rige y se encarga de que la orden siga sirviendo al pueblo y no a sí misma, y ordena y educa a los aspirantes y novicios. El Sacerdote Mayor es el único miembro que no usa la misma túnica durante toda su vida de clérigo: Al ordenarle se le entrega la primera, pero al nombrarle máximo representante, se le da una segunda, que sustituirá a la primera, y que siempre es blanca. De hecho, siempre es la misma. Cuando el Sacerdote Mayor muere, o se considera que no está en condiciones de ejercer de manera correcta sus funciones - ya sea por la avanzada edad, por un accidente, o quizá incluso por algún horror presenciado que le hiciera perder la cabeza - todos los miembros se reúnen a meditar durante ochenta días en la sede de la orden, y tras ese periodo de luto y reflexión, un nuevo Sacerdote Mayor es elegido de entre ellos, y a él se le entrega la túnica del anterior máximo representante.

Dado que en el continente la medicina y las artes sanatorias son algo realmente raro, cualquier población está más que encantada de recibir a un sacerdote de Kaester. Pese a que no posea bienes con los que pagar su estancia y sus comidas, sí posee unos conocimientos que son mucho más preciados que cualquier cantidad de dinero que pudiera pagarse: Son doctos en las penas del alma y las del cuerpo, y en sus curas. Conocen las propiedades de la mayoría de las plantas, y cómo destilarlas para crear todo tipo de pócimas, elixires, venenos y antídotos. Los más letrados son capaces de curar heridas graves y enfermedades mortales sólo imponiendo sus manos sobre los enfermos. Incluso se dice que el Sacerdote Mayor conoce la manera de revivir a los muertos recientes, aunque eso nunca haya sido presenciado por hombre alguno.

Claramente, en un mundo asolado por la decadencia que sigue a una guerra, la labor de los sacerdotes de Kaester es un bien demasiado estimado como para levantarse en armas contra ellos. Los conocimientos de la orden se transmiten de manera oral, y si existe algún testimonio escrito, aún no se sabe dónde lo esconden, así que el único modo de obtener dichos conocimientos es conseguirlos de boca de uno de los clérigos. Pero quien obtuviera los secretos de la orden tendría una clara ventaja sobre todos los demás habitantes del continente, y esto no haría sino desencadenar más guerras. De este hecho son conscientes los sacerdotes, y por ello, en la ordenación de cada nuevo clérigo, junto con los juramentos de servicio y pobreza, también se hace un juramento de silencio. Y no deben tomarse nunca a la ligera, puesto que, al igual que sus ropajes, los juramentos en la orden son revestidos con un conjuro permanente, que se activa si se transgrede alguno de ellos. Gracias precisamente a esos hechizos es por lo que los secretos de la orden nunca han sido vendidos, ni ningún espía ha podido conseguirlos uniéndose a sus filas.

Feena Greywords es la actual Sacerdotisa Mayor, y la número dos mil ciento cuarenta y siete en ocupar dicho cargo. Fue nombrada tras la muerte del Sacerdote Mayor Hisako, teniendo ella tan solo veintitrés años. Su predecesor había sido un gran hombre, que desgraciadamente murió dejando en sus manos un gran problema. En los diez años que llevaba en el cargo había tenido tantos contratiempos que no le extrañaba que algunos de los sacerdotes que menos la conocían pensasen que era una incompetente. Gracias a los dioses, aquellos más cercanos a ella, los que sabían a qué se enfrentaba realmente la orden, la tenían en gran estima y la consideraban digna sucesora del Gran Hisako.

Precisamente en dar gracias a los dioses estaba ocupada mientras, sentada al borde del acantilado, observaba las olas romper contra la pared de la bahía. Sentía que había un tremendo parecido entre la mar revuelta de aquella mañana y el mundo en el que vivía. Aquella mañana la habían despertado con una mala noticia, y en cuanto había tenido un hueco se había retirado a meditar a aquel lugar, donde tanto le gustaba ir cuando se encontraba desbordada.

Oyó a alguien gritar su nombre. Mirando abajo, vio a un novicio cuyo nombre no recordaba gritando y agitando los brazos en un intento de llamar su atención. Nadie solía atreverse a subir a lo alto del acantilado, ni siquiera para buscarla. Por eso le gustaba tanto aquel lugar, porque le garantizaba la soledad que ella buscaba.

Se recogió el bajo de la túnica, y tras echar una última mirada a las olas, se levantó y comenzó el descenso hasta donde el novicio la llamaba. Iba a ser un día muy largo, pero al menos había podido retirarse unos momentos a contemplar las olas en la bahía, y eso siempre la ponía de buen humor.

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