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Lobo y la Caperucita Feroz (parte 5)

El guardabosques había visto un rastro de sangre reciente por el camino que conducía de la aldea a la casa de aquella excéntrica anciana, y decidió seguir el rastro. Tras un largo rato, cuando quedó claro que la sangre se dirigía hacia el claro donde se encontraba la casa de la anciana, se inquietó. Había demasiada sangre derramada, y ningún cadáver. El ser que había pasado por allí debía ser gigantesco.

Aquél día aún no se había pasado a ver a la vieja señora, así que decidió dejar la ronda para más tarde, y de paso investigar un poco más aquel reguero rojo. Al estar ya cerca de la edificación, vio que la sangre cruzaba el umbral de la puerta de entrada, que estaba abierta de par en par. Esto le preocupó de veras; la anciana nunca cerraba con llave, pero no soportaba que se dejara abierto. Se acercó con los habituales gritos con los que se hacía notar al acercarse a las edificaciones en el bosque, pero nadie respondió a su saludo. Todo estaba silencioso, ni siquiera oyó la débil voz de la anciana saludándole desde dentro.

Se descolgó la escopeta de la espalda, y comprobó que estaba cargada. Con cautela, se acercó al edificio. Al mirar por la ventana, vio un enorme charco de sangre en mitad de la estancia, y a un animal gigantesco despatarrado en la cama donde dormía la anciana. El monstruo parecía tener la forma de un lobo, pero su tamaño era tan descomunal que resultaba difícil asegurarlo. Un chorro constante de sangre manaba de sus cuartos traseros, empapando las sábanas y el colchón. Tenía el vientre abultado, y respiraba con dificultad. De hecho, parecía estar agonizando.
De pronto, el animal giró la cabeza y vio al guardabosques. Éste, sobresaltado, se dio cuenta que los ojos del monstruo no encajaban con el resto de su anatomía. Sus ojos, empañados por las lágrimas que estaban derramando, parecían suplicarle algo, más que amenazarle.
El lobo abrió sus fauces, intentó pronunciar algo. El aire salió de sus pulmones y articuló una primera sílaba.
- Soc...
Antes de poder seguir, el animal torció el gesto en una mueca de dolor. Empezó a soltar gemidos agonizantes, a la vez que su abultado vientre se movía hacia dentro y hacia fuera, como palpitando. El guardabosques oyó los gritos amortiguados de caperucita, la nieta de la anciana que vivía allí, venir de dentro de la casa, y comprendió que era ella la que estaba dentro del estómago de la bestia.

El hombre se incorporó y entró en la casa por la puerta, ya más relajado. Aquel lobo se estaba muriendo, de eso no cabía duda. Le habían hecho algo terrible, y donde ahora estaba tendido era donde iba a morir. Y el guardabosques no sabía explicar cómo, pero tenía el presentimiento de que ese algo terrible tenía que ver con la muchacha que ahora llevaba en su estómago.
Se inclinó al lado de la cama, y acarició la cabeza de la bestia, que se retorcía de dolor a cada nuevo golpe de caperucita, y movía la mirada suplicante de él a su escopeta, y de vuelta a él. El guardabosques se apoyó el arma en el hombro, y apuntó al cráneo del animal, cuyos ojos pasaron de la súplica al agradecimiento. El hombre se preguntó si realmente estaba viendo todos aquellos sentimientos en los ojos del lobo, o se habría vuelto loco ante la visión de aquel monstruoso animal.

Cerrando los ojos, apretó el gatillo de la escopeta.

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