Uno puede pensar que sus mejillas están hechas de porcelana, de lo blancas y brillantes que lucen. Sin una sola mancha o imperfección en su superficie, con ese cutis que sólo los niños muy pequeños pueden presumir de tener. Y fijaos en la curva que describen sus pómulos, sobresaliendo los rotundos mofletes, que luego caen suavemente hasta la naricita y los labios, como dos benévolas colinas protegiendo el tesoro que hay en el valle. Porque su nariz, pequeñita y ligeramente respingona, y sus labios, tan bien dibujados y simétricos que parece que alguien los haya retocado, son tan bonitos que deberían guardarse en un cofre y cerrarlo con llave, para que nadie pudiera estropearlos nunca. Unas largas y pobladas pestañas negras marcan dos semicírculos sobre sus párpados cerrados, la suave piel tensada sobre unos ojos que cuando están abiertos inundan de alegría a todo aquel que los mira.
La blanca carita destaca en el centro de un mar de rizos negros; bucles perfectos y brillantes, que parece que atrapen toda la luz que les llega de la sala y la devuelvan convertida en destellos negros y azules.
Lleva colocado el vestido blanco y rosa de tal manera que no se arrugue aunque esté tumbada. Las manitas blancas y regordetas sobresalen de los ribetes de encaje de las mangas, y relucen con un brillo nacarado, al igual que la cara. De hecho, toda ella parece emitir un leve destello, negro y azul en sus cabellos, de nácar en su piel de porcelana, y rosado en el resto de su cuerpo, que cubre el vestido más hermoso con el que nunca he visto a una niña.
Intento retener cada detalle durante el breve espacio de tiempo que la contemplo, apoyada sobre la madera blanca y rozando con mis dedos la tela satinada que la rodea. Fijo mis ojos en sus párpados cerrados, convencida por un instante de que si la miro con la suficiente fuerza, abrirá los ojos y volverá a mirarme como solo ella sabe hacerlo. Alargo el momento el máximo posible, llegando a resultar hasta maleducada para el resto de familiares y amigos que hacen cola tras de mi. Así que al final, a regañadientes, me enderezo y lentamente me aparto a un lado, mientras intento grabar a fuego en mi memoria esta última visión de ella.
Por fin, todos se han despedido. Cierran el ataúd, y tras un corto discurso del párroco, lo empujan hacia una de las salidas laterales, que da al crematorio. Muchos de los presentes están llorando, la madre solloza desconsolada en los brazos de su marido, y una de sus tías tiene que sentarse, mareada y exhausta de aguantarse las lágrimas. Miro la puerta por la que ha desaparecido la caja blanca que la contiene, con su cruz de plata incrustada en la tapa, y de pronto me acuerdo de algo que nunca le dije, y que ya jamás podré decirle. El desconsuelo que ya sentía comienza a crecer incontroladamente en mi pecho, y por primera vez desde que me dieron la noticia siento deseos de llorar. Cierro los ojos y pienso, si lo deseo con la suficiente fuerza, ella me oirá. Esté donde esté, me oirá. Solo tengo que concentrarme con todas mis fuerzas.
Y le dedico mi último pensamiento coherente antes de deshacerme yo también en llanto.
"Te quiero, hermanita"
La blanca carita destaca en el centro de un mar de rizos negros; bucles perfectos y brillantes, que parece que atrapen toda la luz que les llega de la sala y la devuelvan convertida en destellos negros y azules.
Lleva colocado el vestido blanco y rosa de tal manera que no se arrugue aunque esté tumbada. Las manitas blancas y regordetas sobresalen de los ribetes de encaje de las mangas, y relucen con un brillo nacarado, al igual que la cara. De hecho, toda ella parece emitir un leve destello, negro y azul en sus cabellos, de nácar en su piel de porcelana, y rosado en el resto de su cuerpo, que cubre el vestido más hermoso con el que nunca he visto a una niña.
Intento retener cada detalle durante el breve espacio de tiempo que la contemplo, apoyada sobre la madera blanca y rozando con mis dedos la tela satinada que la rodea. Fijo mis ojos en sus párpados cerrados, convencida por un instante de que si la miro con la suficiente fuerza, abrirá los ojos y volverá a mirarme como solo ella sabe hacerlo. Alargo el momento el máximo posible, llegando a resultar hasta maleducada para el resto de familiares y amigos que hacen cola tras de mi. Así que al final, a regañadientes, me enderezo y lentamente me aparto a un lado, mientras intento grabar a fuego en mi memoria esta última visión de ella.
Por fin, todos se han despedido. Cierran el ataúd, y tras un corto discurso del párroco, lo empujan hacia una de las salidas laterales, que da al crematorio. Muchos de los presentes están llorando, la madre solloza desconsolada en los brazos de su marido, y una de sus tías tiene que sentarse, mareada y exhausta de aguantarse las lágrimas. Miro la puerta por la que ha desaparecido la caja blanca que la contiene, con su cruz de plata incrustada en la tapa, y de pronto me acuerdo de algo que nunca le dije, y que ya jamás podré decirle. El desconsuelo que ya sentía comienza a crecer incontroladamente en mi pecho, y por primera vez desde que me dieron la noticia siento deseos de llorar. Cierro los ojos y pienso, si lo deseo con la suficiente fuerza, ella me oirá. Esté donde esté, me oirá. Solo tengo que concentrarme con todas mis fuerzas.
Y le dedico mi último pensamiento coherente antes de deshacerme yo también en llanto.
"Te quiero, hermanita"
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