Cuando era pequeña me encantaba hacer castillos de arena. Todos los veranos, bajaba a la playa armada con mi cubo, mi pala y mi rastrillo, dispuesta a construir el mayor y más bonito castillo del mundo. Un castillo como los que veía en las series de dibujos animados, más alto que yo, con torretas por todas partes, cúpulas, tejados en punta, y hasta un puente levadizo sobre el foso que lo rodearía.
Mientras los construía, imaginaba que quienes levantaban las paredes de arena eran centenares de diminutos obreros, y que vivirían en él, junto con el resto de los habitantes del reino, cuando lo terminasen. Levantaban la torre principal, donde se alojaría la familia real. Las casitas pegadas a la muralla exterior, para los comerciantes y prestamistas. Los graneros, y un pequeño establo donde guardarían las monturas del rey y su familia, y las estancias de los nobles, que eran pequeños edificios adosados a la torre y a las torretas de vigía.
Nunca conseguí hacer un castillo tan grandioso como los que veía en los dibujos animados. De hecho, no pasaba de cuatro torres medio derruidas unidas por unos muros levantados con mis manos, con más aspecto de dorsal oceánica que de pared de granito. El arco de la puerta principal nunca se mantuvo en su sitio, y al llenar de agua el foso todo el edificio se derrumbaba dentro de él. Pero yo volvía a intentarlo al día siguiente. Y al otro. Y al verano siguiente. Y al otro.
Naturalmente, llegó un año en el que le dejé de ver la gracia a hacer castillos de arena en la playa. Pero los seguí construyendo en mi cabeza. Castillos enormes en los que habitaban todas mis ilusiones, esas de las que uno tiene tantas cuando es pequeño, y va perdiendo según gana años.
Al principio necesitaba decenas de castillos, y en ellos vivían agolpados los personajes de cada libro o cómic que me leía, y cada película que veía, junto con los que yo me inventaba y con cuyas vidas fantaseaba. Vivían allí rodeados de todo tipo de lujo, tal y como quería que fuera mi futuro. Eran arqueólogos, biólogos, médicos, actores famosos, dibujantes reputados, cocineros innovadores, deportistas de élite. Eran todo lo que yo soñaba con ser. Y junto con los adultos había un montón de niños correteando de aquí para allá, y decenas y decenas de mascotas, que vivían felices en los amplios jardines de cada castillo.
Y aunque por supuesto había un príncipe azul a mi lado, era más bien como una sombra, una apostilla a todo lo que yo deseaba y sabía que tendría algún día.
Como ya he dicho, con los años los castillos se fueron vaciando. Hubo un momento en que no me hizo falta más que uno para contener todos mis sueños, que se iban marchando poco a poco, uno a uno, sin que me diera apenas cuenta. Con la esperanza de que no se siguieran yendo, adorné el castillo con todo lujo de detalles. Creé habitaciones barrocas, góticas, visigodas, postmodernas, minimalistas... De todo tipo, para aumentar las posibilidades de que mis sueños se sintieran a gusto en alguna de ellas, y decidieran quedarse conmigo.
De vez en cuando alguien venía a ocupar alguna de las habitaciones libres, pero no se quedaba mucho tiempo, y normalmente al dejar la estancia se llevaba dos o tres sueños consigo. El único que seguía en su sitio, muy discretamente y sin llamar la atención, era la sombra del príncipe azul, que poco a poco, al desaparecer los demás sueños, fue creciendo en importancia. Que al menos él se quede, me decía. No dejes que se marche, al menos conserva uno. Que al menos te quede un sueño, sea cual sea.
Y de pronto, tras la última visita al castillo, él también se marchó.
He decidido que puedo prescindir del castillo, es demasiado grande y las habitaciones desocupadas dan demasiada sensación de vacío. Me basta con un pequeño piso de una o dos habitaciones. Para adornarlo, he comprado unas macetas y tierra, y he plantado unas cuantas semillas. De momento en el piso no vive nadie, pero quién sabe qué pasará cuando mis queridas plantitas comiencen a crecer...
Por lo pronto ya he amueblado las dos habitaciones, no sea que vaya a tener invitados.
Mientras los construía, imaginaba que quienes levantaban las paredes de arena eran centenares de diminutos obreros, y que vivirían en él, junto con el resto de los habitantes del reino, cuando lo terminasen. Levantaban la torre principal, donde se alojaría la familia real. Las casitas pegadas a la muralla exterior, para los comerciantes y prestamistas. Los graneros, y un pequeño establo donde guardarían las monturas del rey y su familia, y las estancias de los nobles, que eran pequeños edificios adosados a la torre y a las torretas de vigía.
Nunca conseguí hacer un castillo tan grandioso como los que veía en los dibujos animados. De hecho, no pasaba de cuatro torres medio derruidas unidas por unos muros levantados con mis manos, con más aspecto de dorsal oceánica que de pared de granito. El arco de la puerta principal nunca se mantuvo en su sitio, y al llenar de agua el foso todo el edificio se derrumbaba dentro de él. Pero yo volvía a intentarlo al día siguiente. Y al otro. Y al verano siguiente. Y al otro.
Naturalmente, llegó un año en el que le dejé de ver la gracia a hacer castillos de arena en la playa. Pero los seguí construyendo en mi cabeza. Castillos enormes en los que habitaban todas mis ilusiones, esas de las que uno tiene tantas cuando es pequeño, y va perdiendo según gana años.
Al principio necesitaba decenas de castillos, y en ellos vivían agolpados los personajes de cada libro o cómic que me leía, y cada película que veía, junto con los que yo me inventaba y con cuyas vidas fantaseaba. Vivían allí rodeados de todo tipo de lujo, tal y como quería que fuera mi futuro. Eran arqueólogos, biólogos, médicos, actores famosos, dibujantes reputados, cocineros innovadores, deportistas de élite. Eran todo lo que yo soñaba con ser. Y junto con los adultos había un montón de niños correteando de aquí para allá, y decenas y decenas de mascotas, que vivían felices en los amplios jardines de cada castillo.
Y aunque por supuesto había un príncipe azul a mi lado, era más bien como una sombra, una apostilla a todo lo que yo deseaba y sabía que tendría algún día.
Como ya he dicho, con los años los castillos se fueron vaciando. Hubo un momento en que no me hizo falta más que uno para contener todos mis sueños, que se iban marchando poco a poco, uno a uno, sin que me diera apenas cuenta. Con la esperanza de que no se siguieran yendo, adorné el castillo con todo lujo de detalles. Creé habitaciones barrocas, góticas, visigodas, postmodernas, minimalistas... De todo tipo, para aumentar las posibilidades de que mis sueños se sintieran a gusto en alguna de ellas, y decidieran quedarse conmigo.
De vez en cuando alguien venía a ocupar alguna de las habitaciones libres, pero no se quedaba mucho tiempo, y normalmente al dejar la estancia se llevaba dos o tres sueños consigo. El único que seguía en su sitio, muy discretamente y sin llamar la atención, era la sombra del príncipe azul, que poco a poco, al desaparecer los demás sueños, fue creciendo en importancia. Que al menos él se quede, me decía. No dejes que se marche, al menos conserva uno. Que al menos te quede un sueño, sea cual sea.
Y de pronto, tras la última visita al castillo, él también se marchó.
He decidido que puedo prescindir del castillo, es demasiado grande y las habitaciones desocupadas dan demasiada sensación de vacío. Me basta con un pequeño piso de una o dos habitaciones. Para adornarlo, he comprado unas macetas y tierra, y he plantado unas cuantas semillas. De momento en el piso no vive nadie, pero quién sabe qué pasará cuando mis queridas plantitas comiencen a crecer...
Por lo pronto ya he amueblado las dos habitaciones, no sea que vaya a tener invitados.
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