El joven cuerpo de la chamana, untado de aceite de jazmín, brillaba a la luz de la hoguera como el metal pulido. El suave aroma del óleo lo impregnaba todo: La piedra de moler con la que machacaba las hierbas, la cazoleta en la que vertía las hojas aplastadas, la varita de acacia con la que removía la mezcla... Añadió un poco de aceite antes de coger un pincel, y usando aquel emplasto como pintura, se dibujó una serie de runas en los muslos y los brazos. La luz intermitente de las llamas en la noche sin luna apenas sí le permitía ver lo que estaba haciendo, pero no necesitaba su vista: Podría haber dibujado esos símbolos con los ojos cerrados, si hubiera sido necesario.
El ritual no era complicado, pero debía ejecutarse sin un solo error. Y no podía llevarse a cabo más que cada veinte años. El futuro de su pueblo durante las próximas dos décadas dependía de que lograse atraer la atención de los dioses.
Se ajustó las pulseras de hojas trenzadas en los antebrazos para que no le molestaran al moverse, y se sentó en el centro de la filigrana que había dibujado en el suelo con la sangre del carnero que habían desangrado aquella noche. Pudo sentir el calor que aún emanaba de aquel líquido.
Se comenzaron a oír los tambores en la aldea, que se levantaba unos metros al norte de donde ella estaba. Celebraban su propio ritual, para desearle suerte a su hechicera.
Ella oyó, más que vio, a tres personas salir de entre las casas y dirigirse hacia donde estaba sentada. Cuando entraron en el reducido círculo de luz del fuego, la chamana vio a dos hombres sujetando por los brazos a un niño de unos cinco años. El rostro del pequeño estaba blanco como la pizarra.
Con total calma, la chamana se levantó y desenfundó la hoja ritual que llevaba atada a la cadera con un cinturón de esparto. Observó la hoja de cristal unos momentos, leyendo las runas grabadas en ella, extasiándose ante la belleza de los trazos. Miró a los hombres y ellos, como accionados por un resorte, soltaron a la criatura que habían llevado allí a la fuerza.
El niño miraba con pánico la hoja que la chamana sujetaba en su mano izquierda, tan asustado que no podía ni moverse. La mujer se le acercó lentamente, y le acarició la mejilla con el lado plano de la hoja, casi con cariño. Se agachó y le susurró unas palabras tranquilizadoras al oído. Entonces, le empujó suavemente en la espalda para hacerlo andar, y le llevó al centro del círculo, donde lo tumbó boca arriba. El niño comenzó a temblar incontrolablemente, sin apartar la vista del cuchillo ni un momento. La chamana se arrodilló junto a él y levantó la hoja al aire, entonando una letanía en una lengua olvidada, rogando a los dioses que bendijeran aquel momento.
Los dos hombres se giraron y volvieron a la aldea mientras el ritual empezaba. Ya solo quedaba rezar por que la chamana consiguiera aplacar la ira de los dioses una vez más, como había estado haciendo desde que llegara a la aldea, hacía dos siglos.
Un muchacho cada veinte años era un pequeño precio a pagar por una vida tranquila.
El ritual no era complicado, pero debía ejecutarse sin un solo error. Y no podía llevarse a cabo más que cada veinte años. El futuro de su pueblo durante las próximas dos décadas dependía de que lograse atraer la atención de los dioses.
Se ajustó las pulseras de hojas trenzadas en los antebrazos para que no le molestaran al moverse, y se sentó en el centro de la filigrana que había dibujado en el suelo con la sangre del carnero que habían desangrado aquella noche. Pudo sentir el calor que aún emanaba de aquel líquido.
Se comenzaron a oír los tambores en la aldea, que se levantaba unos metros al norte de donde ella estaba. Celebraban su propio ritual, para desearle suerte a su hechicera.
Ella oyó, más que vio, a tres personas salir de entre las casas y dirigirse hacia donde estaba sentada. Cuando entraron en el reducido círculo de luz del fuego, la chamana vio a dos hombres sujetando por los brazos a un niño de unos cinco años. El rostro del pequeño estaba blanco como la pizarra.
Con total calma, la chamana se levantó y desenfundó la hoja ritual que llevaba atada a la cadera con un cinturón de esparto. Observó la hoja de cristal unos momentos, leyendo las runas grabadas en ella, extasiándose ante la belleza de los trazos. Miró a los hombres y ellos, como accionados por un resorte, soltaron a la criatura que habían llevado allí a la fuerza.
El niño miraba con pánico la hoja que la chamana sujetaba en su mano izquierda, tan asustado que no podía ni moverse. La mujer se le acercó lentamente, y le acarició la mejilla con el lado plano de la hoja, casi con cariño. Se agachó y le susurró unas palabras tranquilizadoras al oído. Entonces, le empujó suavemente en la espalda para hacerlo andar, y le llevó al centro del círculo, donde lo tumbó boca arriba. El niño comenzó a temblar incontrolablemente, sin apartar la vista del cuchillo ni un momento. La chamana se arrodilló junto a él y levantó la hoja al aire, entonando una letanía en una lengua olvidada, rogando a los dioses que bendijeran aquel momento.
Los dos hombres se giraron y volvieron a la aldea mientras el ritual empezaba. Ya solo quedaba rezar por que la chamana consiguiera aplacar la ira de los dioses una vez más, como había estado haciendo desde que llegara a la aldea, hacía dos siglos.
Un muchacho cada veinte años era un pequeño precio a pagar por una vida tranquila.
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