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Ceremonia

El brocado de su vestido le pesaba sobre el cuerpo como una lápida. Los delicados encajes que cubrían el corpiño y las mangas se le antojaron los barrotes de una cárcel, que no por hermosos dejaban de encerrarla en aquella túnica. Sus sirvientas habían apretado las cintas del corsé hasta tal punto que le costaba respirar, y mientras estaba ahí sentada, dejando que le recogieran las trenzas alrededor de su cráneo en un precioso moño, sentía que le faltaba el aliento por la angustia, como el reo que llevan al cadalso. Los zapatos eran demasiado pequeños para sus pies, pero se había pagado una gran cantidad por ellos, de manera que tendría que llevarlos. Así, pensó, cuando paseara por el pasillo central de la catedral, camino del altar, le dolerían tanto los pies que iría cojeando. No solo tendría que casarse con el contrahecho con el que le habían prometido, sino que además haría el ridículo delante de toda la ciudad.
No podía llorar, a no ser que quisiera estropear el complejo maquillaje con el que le habían pintado la cara, y estuviera dispuesta a pasar por el calvario de que le rascaran y pintarrajearan de nuevo la piel de la cara hasta dejársela dolorida. Pero de no ser por ello, se habría dejado llevar por la amargura que la embargaba. De todos modos, bastante rojos tenía los ojos después de haber llorado casi constantemente los últimos meses, rogando a su padre que rompiera aquel compromiso. Su ama la había reñido largamente al ver que se estropeaba la cara de aquella manera tan tonta, derramando lágrimas.
Las doncellas acabaron de peinarla, y le colocaron una bonita cofia bordada en la cabeza y un tocado de paño blanco sobre ella. Con la vista fija en el espejo, se levantó de su asiento, se calzó los bonitos y diminutos zapatos, y contempló su reflejo: Una doncella joven y dulce sepultada por montañas de tela y maquillaje, que la hacían parecer la vieja y gorda matrona en la que sin duda estaba condenada a convertirse.
La puerta se abrió lentamente. Las doncellas se echaron a un lado, silenciosas, dejando paso a su madre, que se acercó a ella con el rostro serio. Ella le dirigió una mirada suplicante, un último intento por librarse de aquel destino. Pero la mujer ignoró aquella súplica y, sin cambiar su serio semblante, y sin mirarla siquiera, le alargó el brazo a su hija para que lo tomara mientras decía las primeras palabras que le oía decir en meses.
- El novio está esperando.

Comentarios

  1. que interesante relato!!!

    doy fe de que llevar un corpiño es un suplicio x_X

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  2. gracias! :D

    Yo no me atrevo con los corpiños rígidos, me dan miedo >.< De hecho tengo uno y estoy retrasando lo más posible el día en que me lo ponga... ^^U

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