Tras mi visita a Peñíscola, en la cual aprendí un poco más de historia de Europa y de España, y me convencí aún más si cabe de que los españoles siempre hemos tenido (hablando en plata) los huevos cuadrados, se me ocurrió que podía ser interesante empezar a documentarme sobre el castillo y sus habitantes, en concreto sobre Benedicto XIII, el Papa Luna, con el objetivo de hacer una historia de ficción histórica sobre ello. Respetando al máximo todo el contexto histórico y los acontecimientos del cisma de occidente, y de la vida de los personajes, claro.
Esta historia corta se me ha ocurrido esta mañana mientras iba en el metro camino del trabajo. Aún no he recogido suficiente información del momento histórico, por lo que puede que no sea del todo rigurosa, pero como esto solo es una pequeña prueba, a ver qué tal puede resultar la historia, de llevarla a cabo, si queda bien ya la retocaré cuando reuna más datos.
Por cierto, se agradecerá toda aportación o corrección en lo tocante a los acontecimientos o a bibliografía que pueda consultar (aparte de Internet)
Pedro se encontraba sentado sobre la base de la ventana, con la vista fija en el infinito. Forzaba la vista, imaginando que si se concentraba lo suficiente, lograría ver Roma. Había pasado la mayor parte de su convalecencia en esa habitación, mirando por aquella ventana, que había hecho construir para poder rezar con la vista dirigida hacia el Vaticano.
Aún se encontraba débil después de que los herejes de Roma enviasen a Peñíscola a su asesino, cuyo fracaso Pedro había interpretado como una señal divina. Dios le consideraba a él, y no a ese Martín, como el el auténtico representante de la fe católica en la tierra, y por ello no había permitido que muriera después de ingerir aquel veneno.
Al recordar aquello elevó una plegaria silenciosa al Cielo, de nuevo agradeciendo la misericordia del Señor para con su humilde siervo. Alargó la mano hacia la mesilla que había junto a la ventana, y recogió su rosario, dispuesto a pasar un agradable rato de oración. La vista que ofrecía aquella ventana, con la inmensidad del Mediterráneo abajo y del cielo arriba, le inspiraba. De hecho, aquel era su lugar favorito para rezar, porque el paisaje le hacía aún más consciente de la insignificancia de los seres humanos frente al resto de las creaciones del Señor.
Unos ligeros golpes en la puerta del cuarto interrumpieron su meditación. La puerta se abrió suavemente, y un monje entró llevando entre sus manos una enorme jarra de metal.
- Es la hora de tomarse la infusión, su Santidad - el monje, humildemente, depositó la jarra, cuyo contenido humeaba, en la mesita donde había estado el rosario. Pedro alargó el brazo para que el monje pudiera besarle el anillo de oro que llevaba en el dedo.
- Muchas gracias, hijo - el monje le besó el anillo e hizo una profunda inclinación antes de irse - ve con Dios.
La puerta se cerró, y Pedro volvió a quedarse solo con sus pensamientos. Miró con hastío la infusión que el monje había dejado junto a él, en la mesa. Ese mejunje apestaba a hierbas y anís, y no sabía a nada. Le entraban nauseas sólo de pensar que tenía que tomarse cinco de esas jarras al día, sin ni siquiera un poco de azúcar. Que un hombre tan importante como él tuviera que pasar por aquello - los dolores de huesos, las diarreas, la fiebre, ese potingue imbebible - le resultaba insultante. A veces se indignaba tanto que le entraban ganas de gritar a sus sirvientes, y en ocasiones, incluso, de gritar al propio cielo. Simplemente, no quería beberse aquello. Quería quedarse en aquella ventana, mirando hacia Roma mientras meditaba, el resto de su vida. Que otros se ocupasen de abanderar la Iglesia, él ya estaba harto de desprecios y herejías hacia él. Que se quedasen con todo esos hombres débiles que se dejaban llevar por intereses tan vacuos como el dinero o el placer físico. Si realmente la Iglesia quería aquello, él prefería desentenderse.
"Pero no puedo hacerlo", se dijo, mientras alargaba la mano hacia la jarra de metal con la infusión humeante. "Dios me mantuvo con vida. Me quiere vivo. Sabe que soy el único que puede dirigir su Iglesia... No debo ser débil, no puedo defraudar a mi Señor..."
Y lentamente, a pequeños sorbos, se bebió aquella hirviente sopa insípida con olor a hierbas, mientras miraba por la ventana, hacia el mar, hacia Roma... y se preguntaba por enésima vez si vería el Vaticano por dentro antes de que Dios se le llevara.
Esta historia corta se me ha ocurrido esta mañana mientras iba en el metro camino del trabajo. Aún no he recogido suficiente información del momento histórico, por lo que puede que no sea del todo rigurosa, pero como esto solo es una pequeña prueba, a ver qué tal puede resultar la historia, de llevarla a cabo, si queda bien ya la retocaré cuando reuna más datos.
Por cierto, se agradecerá toda aportación o corrección en lo tocante a los acontecimientos o a bibliografía que pueda consultar (aparte de Internet)
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Pedro se encontraba sentado sobre la base de la ventana, con la vista fija en el infinito. Forzaba la vista, imaginando que si se concentraba lo suficiente, lograría ver Roma. Había pasado la mayor parte de su convalecencia en esa habitación, mirando por aquella ventana, que había hecho construir para poder rezar con la vista dirigida hacia el Vaticano.
Aún se encontraba débil después de que los herejes de Roma enviasen a Peñíscola a su asesino, cuyo fracaso Pedro había interpretado como una señal divina. Dios le consideraba a él, y no a ese Martín, como el el auténtico representante de la fe católica en la tierra, y por ello no había permitido que muriera después de ingerir aquel veneno.
Al recordar aquello elevó una plegaria silenciosa al Cielo, de nuevo agradeciendo la misericordia del Señor para con su humilde siervo. Alargó la mano hacia la mesilla que había junto a la ventana, y recogió su rosario, dispuesto a pasar un agradable rato de oración. La vista que ofrecía aquella ventana, con la inmensidad del Mediterráneo abajo y del cielo arriba, le inspiraba. De hecho, aquel era su lugar favorito para rezar, porque el paisaje le hacía aún más consciente de la insignificancia de los seres humanos frente al resto de las creaciones del Señor.
Unos ligeros golpes en la puerta del cuarto interrumpieron su meditación. La puerta se abrió suavemente, y un monje entró llevando entre sus manos una enorme jarra de metal.
- Es la hora de tomarse la infusión, su Santidad - el monje, humildemente, depositó la jarra, cuyo contenido humeaba, en la mesita donde había estado el rosario. Pedro alargó el brazo para que el monje pudiera besarle el anillo de oro que llevaba en el dedo.
- Muchas gracias, hijo - el monje le besó el anillo e hizo una profunda inclinación antes de irse - ve con Dios.
La puerta se cerró, y Pedro volvió a quedarse solo con sus pensamientos. Miró con hastío la infusión que el monje había dejado junto a él, en la mesa. Ese mejunje apestaba a hierbas y anís, y no sabía a nada. Le entraban nauseas sólo de pensar que tenía que tomarse cinco de esas jarras al día, sin ni siquiera un poco de azúcar. Que un hombre tan importante como él tuviera que pasar por aquello - los dolores de huesos, las diarreas, la fiebre, ese potingue imbebible - le resultaba insultante. A veces se indignaba tanto que le entraban ganas de gritar a sus sirvientes, y en ocasiones, incluso, de gritar al propio cielo. Simplemente, no quería beberse aquello. Quería quedarse en aquella ventana, mirando hacia Roma mientras meditaba, el resto de su vida. Que otros se ocupasen de abanderar la Iglesia, él ya estaba harto de desprecios y herejías hacia él. Que se quedasen con todo esos hombres débiles que se dejaban llevar por intereses tan vacuos como el dinero o el placer físico. Si realmente la Iglesia quería aquello, él prefería desentenderse.
"Pero no puedo hacerlo", se dijo, mientras alargaba la mano hacia la jarra de metal con la infusión humeante. "Dios me mantuvo con vida. Me quiere vivo. Sabe que soy el único que puede dirigir su Iglesia... No debo ser débil, no puedo defraudar a mi Señor..."
Y lentamente, a pequeños sorbos, se bebió aquella hirviente sopa insípida con olor a hierbas, mientras miraba por la ventana, hacia el mar, hacia Roma... y se preguntaba por enésima vez si vería el Vaticano por dentro antes de que Dios se le llevara.
Tengo por ahí una historia del Papa que era Mama...
ResponderEliminarCuando tenga un rato leo en detenimiento tu historia (ahora ando muy muerto >.<)
Muy chula, muy chula :)
ResponderEliminarAsias :3
ResponderEliminarPues como la cosa salga adelante, será un cómic de bastantes páginas ^^