Como no lo voy a presentar al concurso, me he pasado un poco por el forro la restricción de longitud. Espero que os guste ^^
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Hubo un tiempo en el que el hombre no gobernaba sobre la tierra. Un tiempo en el que era un ser insignificante que se refugiaba en cavernas. En el que vivía atemorizado por el resto de los seres vivos, porque solamente era un raquítico ser con un cuerpo desprovisto de pelo, plumas o escamas, y con unas inútiles piernas que apenas le mantenían en pie.
Y en ese tiempo en que el hombre vivía atemorizado, en constante huida de sus depredadores, quienes reinaban en el planeta eran otros. Otros cuya sombra, al proyectarse sobre las colinas, provocaba el terror de todo ser vivo, y cuyo rugido hacía temblar las mismas raíces de la tierra.
En aquel tiempo, los dragones dominaban la tierra. Doblegaban a las mismas fuerzas de la naturaleza bajo su poder, provocando lluvias y vendavales allá donde lo deseaban, por el mero placer de ver la destrucción avanzar a su paso. Mataban, por necesidad y por placer, a todo animal que fuera lo bastante descuidado como para salir a campo abierto mientras ellos estaban observando. Elegían a unas razas como sus abanderados y luego las abandonaban, escogiendo otras a las que antes hubiesen perseguido, sólo para crear odio y envidia entre las especies inferiores.
Así de caprichosos eran estos monstruos. Caprichosos, y muy orgullosos. Pero por encima de su orgullo se alzaba el de alguien más poderoso que todos ellos, más grande en tamaño y en maldad, que con su fuerza se había impuesto a todos los demás dragones y se había ganado su respeto. Un monstruoso reptil rojo era quien gobernaba en aquellos tiempos. Rojo, con escamas que brillaban como rubíes a la luz de las llamas de su aliento. De tal envergadura, que con sus alas extendidas podían traer la noche a montañas y valles. Gustaba de demostrar su poder rugiendo, y qué rugidos eran aquellos. Si algún Dios hubiera existido por aquel entonces, habría salido huyendo al oírlos.
Como con toda raza orgullosa, el ansia de poder les trajo la destrucción a los dragones. Envidiosos por naturaleza, se unieron y alzaron contra su señor. Pero no había alianza que durara mucho, pues todos querían ser quien reinara en solitario.
Siglos y siglos pasaron, y el cielo fue testigo de las cruentas batallas que se libraron entre los reptiles, todos atacando a todos, sin bandos, sin aliados, sin piedad. Sólo les importaba matar al mayor número de ellos. Se aniquilaron los unos a los otros, hasta que el último murió desangrado por las heridas que le infringiera su último contendiente.
Aunque decir que todos los dragones murieron quizá es demasiado ingenuo, pues el gran dragón rojo, quien les gobernó a todos una vez, desapareció poco después de comenzar la guerra. Muchos se atribuyeron su muerte, pero nadie pudo acompañar su aserto con un cadáver. Aunque tampoco se le volvió a ver vivo nunca más. Desapareció junto con todos los de su raza, y con su desaparición, el resto de los dragones se olvidó de él, tan centrados estaban en matarse unos a otros.
Así que el mundo quedó libre del yugo de estos reptiles. Y muchos siglos después, es el hombre quien gobierna sobre la tierra. Esa criatura patética que, cuando se atrevió por fin a asomar fuera de sus cavernas, descubrió que su poder radicaba no en su cuerpo, sino en su inteligencia. Y que está viendo cómo su orgullo le lleva por el mismo camino que destruyó a los dragones.
A todos... salvo a uno. A uno que, quizá, está esperando el momento en que los humanos nos hayamos eliminado unos a otros, para volver a asomar su hocico al mundo, y reclamar el lugar que una vez le perteneció, y que ahora ostenta un pusilánime bípedo...
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Hubo un tiempo en el que el hombre no gobernaba sobre la tierra. Un tiempo en el que era un ser insignificante que se refugiaba en cavernas. En el que vivía atemorizado por el resto de los seres vivos, porque solamente era un raquítico ser con un cuerpo desprovisto de pelo, plumas o escamas, y con unas inútiles piernas que apenas le mantenían en pie.
Y en ese tiempo en que el hombre vivía atemorizado, en constante huida de sus depredadores, quienes reinaban en el planeta eran otros. Otros cuya sombra, al proyectarse sobre las colinas, provocaba el terror de todo ser vivo, y cuyo rugido hacía temblar las mismas raíces de la tierra.
En aquel tiempo, los dragones dominaban la tierra. Doblegaban a las mismas fuerzas de la naturaleza bajo su poder, provocando lluvias y vendavales allá donde lo deseaban, por el mero placer de ver la destrucción avanzar a su paso. Mataban, por necesidad y por placer, a todo animal que fuera lo bastante descuidado como para salir a campo abierto mientras ellos estaban observando. Elegían a unas razas como sus abanderados y luego las abandonaban, escogiendo otras a las que antes hubiesen perseguido, sólo para crear odio y envidia entre las especies inferiores.
Así de caprichosos eran estos monstruos. Caprichosos, y muy orgullosos. Pero por encima de su orgullo se alzaba el de alguien más poderoso que todos ellos, más grande en tamaño y en maldad, que con su fuerza se había impuesto a todos los demás dragones y se había ganado su respeto. Un monstruoso reptil rojo era quien gobernaba en aquellos tiempos. Rojo, con escamas que brillaban como rubíes a la luz de las llamas de su aliento. De tal envergadura, que con sus alas extendidas podían traer la noche a montañas y valles. Gustaba de demostrar su poder rugiendo, y qué rugidos eran aquellos. Si algún Dios hubiera existido por aquel entonces, habría salido huyendo al oírlos.
Como con toda raza orgullosa, el ansia de poder les trajo la destrucción a los dragones. Envidiosos por naturaleza, se unieron y alzaron contra su señor. Pero no había alianza que durara mucho, pues todos querían ser quien reinara en solitario.
Siglos y siglos pasaron, y el cielo fue testigo de las cruentas batallas que se libraron entre los reptiles, todos atacando a todos, sin bandos, sin aliados, sin piedad. Sólo les importaba matar al mayor número de ellos. Se aniquilaron los unos a los otros, hasta que el último murió desangrado por las heridas que le infringiera su último contendiente.
Aunque decir que todos los dragones murieron quizá es demasiado ingenuo, pues el gran dragón rojo, quien les gobernó a todos una vez, desapareció poco después de comenzar la guerra. Muchos se atribuyeron su muerte, pero nadie pudo acompañar su aserto con un cadáver. Aunque tampoco se le volvió a ver vivo nunca más. Desapareció junto con todos los de su raza, y con su desaparición, el resto de los dragones se olvidó de él, tan centrados estaban en matarse unos a otros.
Así que el mundo quedó libre del yugo de estos reptiles. Y muchos siglos después, es el hombre quien gobierna sobre la tierra. Esa criatura patética que, cuando se atrevió por fin a asomar fuera de sus cavernas, descubrió que su poder radicaba no en su cuerpo, sino en su inteligencia. Y que está viendo cómo su orgullo le lleva por el mismo camino que destruyó a los dragones.
A todos... salvo a uno. A uno que, quizá, está esperando el momento en que los humanos nos hayamos eliminado unos a otros, para volver a asomar su hocico al mundo, y reclamar el lugar que una vez le perteneció, y que ahora ostenta un pusilánime bípedo...
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