¿Es difícil de quitar la sangre de la seda natural? De pequeña, la primera vez que me puse un kimono, me hice justo la misma pregunta.
Me fascinaron los intrincados dibujos de la tela, teñida a mano. Los que teñían los kimonos debían de ser grandes pintores, para poder darle tanto realismo a aquellos dibujos. Las carpas que saltaban sobre el estanque, ondeando al movimiento de la tela cuando caminaba, parecían estar vivas, e intentando escapar de aquella cárcel de seda que las atrapaba. Las grullas que sobrevolaban el jardín, a la altura de mis mangas, batían las alas cuando yo movía los brazos, haciéndome creer en ocasiones que un pájaro se había parado junto a mi. Las plantas que bordeaban el estanque brillaban con un verde más intenso que los mismo juncos de verdad.
Pero por encima de la fascinación de la suavidad de la tela o lo fantástico de los estampados, tengo el recuerdo de aquella duda. ¿Se podría lavar si llegase a mancharse de sangre?
Nunca llegué a saber la respuesta mientras fui niña. Y la verdad es que me hubiera gustado no necesitar saberla.
Pero ahí estaba él, tirado sobre el tatami, los ojos abiertos fijos en el techo, el torso inmóvil, que había dejado de moverse al asestarle yo el golpe con el canto de la pequeña mesita lacada.
No tenía nada que temer, aquel día nadie me había visto entrar en la casa de té, y me cuidé mucho de que nadie me viera salir.
Pero a la mañana siguiente descubrí aquella mancha.
Un hombre muerto había aparecido en la casa de té que yo más frecuentaba, y mi mejor kimono tenía una mancha de sangre en la pechera del tamaño de un huevo de codorniz.
Tengo sirvientas que lavan mi ropa sucia, pero no podía darles el kimono a esas chismosas. Tampoco tenía idea de cómo lavarlo yo misma sin echarlo a perder. Y tirarlo a la basura no era una opción, porque alguien podía encontrarlo. Ese kimono era demasiado famoso, todo el mundo sabía que me pertenecía a mi.
Así que lo quemé. Y cuando me preguntaron por él, culpé a una de las criadas de su extravío. Las heridas que le dejaron los golpes que recibió la obligaron a guardar cama durante nueve días. Tiempo que se le descontó del salario.
Pero al menos yo me salvé.
Me fascinaron los intrincados dibujos de la tela, teñida a mano. Los que teñían los kimonos debían de ser grandes pintores, para poder darle tanto realismo a aquellos dibujos. Las carpas que saltaban sobre el estanque, ondeando al movimiento de la tela cuando caminaba, parecían estar vivas, e intentando escapar de aquella cárcel de seda que las atrapaba. Las grullas que sobrevolaban el jardín, a la altura de mis mangas, batían las alas cuando yo movía los brazos, haciéndome creer en ocasiones que un pájaro se había parado junto a mi. Las plantas que bordeaban el estanque brillaban con un verde más intenso que los mismo juncos de verdad.
Pero por encima de la fascinación de la suavidad de la tela o lo fantástico de los estampados, tengo el recuerdo de aquella duda. ¿Se podría lavar si llegase a mancharse de sangre?
Nunca llegué a saber la respuesta mientras fui niña. Y la verdad es que me hubiera gustado no necesitar saberla.
Pero ahí estaba él, tirado sobre el tatami, los ojos abiertos fijos en el techo, el torso inmóvil, que había dejado de moverse al asestarle yo el golpe con el canto de la pequeña mesita lacada.
No tenía nada que temer, aquel día nadie me había visto entrar en la casa de té, y me cuidé mucho de que nadie me viera salir.
Pero a la mañana siguiente descubrí aquella mancha.
Un hombre muerto había aparecido en la casa de té que yo más frecuentaba, y mi mejor kimono tenía una mancha de sangre en la pechera del tamaño de un huevo de codorniz.
Tengo sirvientas que lavan mi ropa sucia, pero no podía darles el kimono a esas chismosas. Tampoco tenía idea de cómo lavarlo yo misma sin echarlo a perder. Y tirarlo a la basura no era una opción, porque alguien podía encontrarlo. Ese kimono era demasiado famoso, todo el mundo sabía que me pertenecía a mi.
Así que lo quemé. Y cuando me preguntaron por él, culpé a una de las criadas de su extravío. Las heridas que le dejaron los golpes que recibió la obligaron a guardar cama durante nueve días. Tiempo que se le descontó del salario.
Pero al menos yo me salvé.
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