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París siempre ha sido mi ciudad favorita.
No es que esa aseveración tenga mucho peso, porque nunca he vivido en ningún otro lugar, pero aún así no creo que haya ningún otro lugar en el mundo en el que se disfrute la vida hasta las cotas en las que se disfruta en esta pequeña ciudad.
Y es que París es bastante peculiar. En mitad de la decadencia que embarga al mundo, supuestamente civilizado, en el que me ha tocado vivir, mi ciudad natal se adorna con ostentosos vestidos, se coloca sus mejores joyas, y se calza sus refinados zapatos de tacón y forro de terciopelo para salir a la calle a lucir su hermosura. No le importa que la seda y el encaje del vestido estén amarillentos y resecos, ni que las joyas sean viejas y tan excesivas que resulten obscenas, ni que la suela de las manoletinas esté tan agujereada que prácticamente camine descalzo. Y tampoco le afecta en absoluto que su hermosura aterre a todo aquel que la mira, y haga que incluso los pecadores huyan de ella. París se enorgullece de exhibir aquello que avergüenza al resto de Europa, se anuncia casi a gritos a cualquiera que se acerque, oferta todo tipo de excesos y pecados a precio de saldo, y se presta a borrar cualquier sombra de remordimiento con el mejor licor y las mejores caricias que la decadencia de este mundo puede ofrecer.
Puede parecer, por lo que acabo de decir, que París no es el mejor lugar en el que una niña puede crecer, convertirse en una mujer, y tener una vida digna. Pero es que precisamente gracias a su perversión, París es el único lugar en el que yo podría crecer y tener una vida… más o menos satisfactoria.
Gracias a Dios – o quizá por su culpa – esta ciudad olvidada de la mano del Altísimo también es ignorada por Su Brazo Ejecutor en la tierra, el Tribunal de Ajusticiamiento: Algo así como la inquisición de
Así que las personas como yo vivimos relativamente a salvo bajo los techos mohosos de los edificios de esta ciudad, al menos por el momento, libres de ganarnos el sustento de cada día con nuestro trabajo, e incluso disfrutando en cierta medida del respeto de aquellos a los que prestamos nuestros servicios.
Mi madre, fuera quien fuese, fue una mujer lista, porque si no me hubiese entregado a una familia parisina antes de desaparecer, ya llevaría varios años muerta. Gracias a ella he podido contar veintisiete años, y si la escoria de cuyas desgracias vivo me lo permite, planeo vivir bastantes más.
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