Cuando era pequeña, mi hermana mediana, que es 7 años mayor que yo e iba al instituto de al lado de mi colegio, me recogía para volver a casa a mediodía. Por lo que me cuenta mi hermana, porque yo no me acuerdo, por aquel entonces a ella le gustaba un chico de su instituto. Cuando mi madre me ponía falda – y me consta que me la ponía muy a menudo cuando aún tenía control sobre mi vestimenta – y se daba la circunstancia de que mi hermana y yo coincidíamos en el semáforo del colegio, volviendo para casa, con el chico en cuestión, yo me levantaba la falda y gritaba “¡¡Ha llegado la primavera!! ¡¡Uuhhh!!”.
Mi hermana dice que lo hacía de mala fe, para espantar al chico. Como yo no me acuerdo, no puedo ni afirmarlo ni negarlo, pero tengo sospechas fundadas de que, en caso de ser verdad, fue más o menos por esa fecha por la que mi hermana comenzó a odiarme.
Bueno, pues ayer me acordé repetidas veces de ese capítulo de mi vida - o de la mente de mi hermana, de la que lo mismo sale un ramo de flores que un agujero negro con mala leche -. No porque mi hermana pequeña se dedicara a levantarse la falda cada vez que el chico que me gusta se parase cerca nuestra en un semáforo, entre otras cosas porque soy la menor de la familia, y porque mi concepto de la vergüenza ajena es mucho más laxo que el de mi queridísima y paranoica hermana. La razón hay que buscarla en el día anterior, cuya tarde pasé de tiendas con mi amiga Patricia.
Me parece que ya he posteado dos o tres entradas sobre el infierno que para mi supone ir de tiendas, con un culo y unos muslos que son titánicamente enormes para las tiendas de tallas normales, y minúsculamente enanos para las tiendas de tallas especiales. Pero como en el último mes y medio he adelgazado bastante, y necesitaba ropa de verano, me arriesgué a pasar la tarde atascada en pantalones que no me pasen de las rodillas.
Me probé un par de pantalones en la primera tienda, y viendo que la 46 no me pasaba de medio muslo - cuando ahora mismo estoy entre la 44 y la 46, por cierto -, decidí que para terminar la tarde llorando, mejor dejaba de probármelos.
Así que me centré en las falditas. Esta primavera se llevan un montón unas falditas a medio muslo fruncidas y con bordados, que me parecen super monas, y dediqué todos mis esfuerzos en encontrar un modelo que a) me gustase b) me cupiese c) no fuese amarillo limón con estampados en fucsia (condición esta última que, por raro que parezca, resultó ser la más difícil de cumplir).
Al final compré, entre otras cosas, dos falditas, una con un estampado de punto de cruz en tonos azules, y otra blanca con bordaditos y ribetes. Aunque al probármelas no pude pasar por alto la ligereza de la tela, cosa que me preocupó, cedí a la euforia de encontrar ropa de mi talla a buen precio, así que las compré con una sonrisa en los labios.
Al día siguiente, para fascinación mía, mi novio me llamó por la mañana para preguntarme si estaba libre para pasar el día juntos. Así que me vestí con la preciosa faldita blanca con bordados y ribetes y la camiseta verde de tirantes anchos (otra de las cosas que cayó en la tarde de compras), y salí a la calle sintiéndome monísima.
Primer indicativo de que la compra no había sido tan acertada como pensé al principio: Al mirarme en el espejo del ascensor, descubrí que la falda me quedaba por detrás, gracias a mi enorme culo, unos cuatro centímetros más corta que por delante. Bueno, me dije, mientras me bajaba la cinturilla por detrás para igualar el bajo, no pasa nada, tampoco es como si se me viera la partida de nacimiento, sólo es que no estoy acostumbrada a llevar minifalda.
Segundo indicativo: Hacía viento. MUCHO viento. Aterrada, volví a casa tras dar sólo tres pasos fuera del portal, y me coloqué la chaqueta de entretiempo - que quedaba sólo unos tres centímetros por encima de la falda - para controlar, al menos, la parte de atrás de la falda.
Pero hacía calor. MUCHO calor. Así que acabé por quitarme la chaqueta mientras me encomendaba a todos los santos.
No había mucha gente en el barrio, siendo domingo y haciendo tanto calor, pero de camino a casa de mi novio acerté a cruzarme con un par de personajes que también se fijaron en la faldita de marras... o más bien en lo que la falda debiera haber cubierto pero no hacía. Corroboré que voy en buen camino con el adelgazamiento, por cierto. Porque si me hubiese puesto ese modelito con el tonelaje de hace dos meses, en vez de soltarme comentarios obscenos, me habrían denunciado por escándalo público.
Naturalmente, a mi novio le encantó el modelito. Y no sé qué le gustó más de la falda, que me sentase bien, que a cada ráfaga de viento se me levantase, o que cada vez que me agachara se me viese todo - cosa que, una vez enterada, solventé acuclillándome cada vez que necesitaba agacharme, por cierto -.
Cuando llegué a casa esa noche, decidí que las falditas mejor no las usaba para ir al trabajo, no me preguntéis por qué.
Y también me acordé de uno de los motivos principales por los que NO uso faldas.
Mi hermana dice que lo hacía de mala fe, para espantar al chico. Como yo no me acuerdo, no puedo ni afirmarlo ni negarlo, pero tengo sospechas fundadas de que, en caso de ser verdad, fue más o menos por esa fecha por la que mi hermana comenzó a odiarme.
Bueno, pues ayer me acordé repetidas veces de ese capítulo de mi vida - o de la mente de mi hermana, de la que lo mismo sale un ramo de flores que un agujero negro con mala leche -. No porque mi hermana pequeña se dedicara a levantarse la falda cada vez que el chico que me gusta se parase cerca nuestra en un semáforo, entre otras cosas porque soy la menor de la familia, y porque mi concepto de la vergüenza ajena es mucho más laxo que el de mi queridísima y paranoica hermana. La razón hay que buscarla en el día anterior, cuya tarde pasé de tiendas con mi amiga Patricia.
Me parece que ya he posteado dos o tres entradas sobre el infierno que para mi supone ir de tiendas, con un culo y unos muslos que son titánicamente enormes para las tiendas de tallas normales, y minúsculamente enanos para las tiendas de tallas especiales. Pero como en el último mes y medio he adelgazado bastante, y necesitaba ropa de verano, me arriesgué a pasar la tarde atascada en pantalones que no me pasen de las rodillas.
Me probé un par de pantalones en la primera tienda, y viendo que la 46 no me pasaba de medio muslo - cuando ahora mismo estoy entre la 44 y la 46, por cierto -, decidí que para terminar la tarde llorando, mejor dejaba de probármelos.
Así que me centré en las falditas. Esta primavera se llevan un montón unas falditas a medio muslo fruncidas y con bordados, que me parecen super monas, y dediqué todos mis esfuerzos en encontrar un modelo que a) me gustase b) me cupiese c) no fuese amarillo limón con estampados en fucsia (condición esta última que, por raro que parezca, resultó ser la más difícil de cumplir).
Al final compré, entre otras cosas, dos falditas, una con un estampado de punto de cruz en tonos azules, y otra blanca con bordaditos y ribetes. Aunque al probármelas no pude pasar por alto la ligereza de la tela, cosa que me preocupó, cedí a la euforia de encontrar ropa de mi talla a buen precio, así que las compré con una sonrisa en los labios.
Al día siguiente, para fascinación mía, mi novio me llamó por la mañana para preguntarme si estaba libre para pasar el día juntos. Así que me vestí con la preciosa faldita blanca con bordados y ribetes y la camiseta verde de tirantes anchos (otra de las cosas que cayó en la tarde de compras), y salí a la calle sintiéndome monísima.
Primer indicativo de que la compra no había sido tan acertada como pensé al principio: Al mirarme en el espejo del ascensor, descubrí que la falda me quedaba por detrás, gracias a mi enorme culo, unos cuatro centímetros más corta que por delante. Bueno, me dije, mientras me bajaba la cinturilla por detrás para igualar el bajo, no pasa nada, tampoco es como si se me viera la partida de nacimiento, sólo es que no estoy acostumbrada a llevar minifalda.
Segundo indicativo: Hacía viento. MUCHO viento. Aterrada, volví a casa tras dar sólo tres pasos fuera del portal, y me coloqué la chaqueta de entretiempo - que quedaba sólo unos tres centímetros por encima de la falda - para controlar, al menos, la parte de atrás de la falda.
Pero hacía calor. MUCHO calor. Así que acabé por quitarme la chaqueta mientras me encomendaba a todos los santos.
No había mucha gente en el barrio, siendo domingo y haciendo tanto calor, pero de camino a casa de mi novio acerté a cruzarme con un par de personajes que también se fijaron en la faldita de marras... o más bien en lo que la falda debiera haber cubierto pero no hacía. Corroboré que voy en buen camino con el adelgazamiento, por cierto. Porque si me hubiese puesto ese modelito con el tonelaje de hace dos meses, en vez de soltarme comentarios obscenos, me habrían denunciado por escándalo público.
Naturalmente, a mi novio le encantó el modelito. Y no sé qué le gustó más de la falda, que me sentase bien, que a cada ráfaga de viento se me levantase, o que cada vez que me agachara se me viese todo - cosa que, una vez enterada, solventé acuclillándome cada vez que necesitaba agacharme, por cierto -.
Cuando llegué a casa esa noche, decidí que las falditas mejor no las usaba para ir al trabajo, no me preguntéis por qué.
Y también me acordé de uno de los motivos principales por los que NO uso faldas.
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