Cosas que nunca debería decir (Parte 3): Feria de Aluche 2009

Nunca he sido una apasionada de las ferias de barrio, principalmente porque ese tipo de eventos son para ir con la pareja o con la panda de amigos, y a mi esas dos cosas siempre me han faltado. Cuando era pequeña y estaba en un grupo de bailes regionales iba por motivos obvios - siempre bailábamos en las fiestas del barrio -, pero cuando los bailes se acababan, todos los niños vestidos con trajes regionales de Castilla y León se desperdigaban en grupitos con sus amigos, y normalmente yo me quedaba a un lado, callada, intentando no extraviarme del grupo principal, mientras esperaba a que mi madre acabase de hablar con sus amigas y me llevara a casa.

El caso es que este año, por petición de mi novio, al que le encantan las ferias, había decidido ir el último día de feria - a saber, ayer -, a ver los puestos y los fuegos artificiales que sueltan a medianoche para clausurar la verbena. Tonta de mí, me había ilusionado bastante, sobre todo porque me habían hablado de un puesto de patatas asadas que eran una delicia y quería comprarme una y hacerme una foto comiéndomela (y ya puestos, que se comprase él una también y yo le hiciera una foto comiéndosela). Pero llegó ayer, y a las dos y media de la tarde, sin previo aviso, mi novio decidió irse a pasar el día con sus padres al pueblo de sus tías.

No pasa nada, me dije. Es mi barrio, tengo un montón de compañeros de instituto que aún viven aquí, y estarán en la feria. Basta con llamarles para saber dónde están y acercarme.
Pero comencé a marcar números, y nadie respondía al teléfono. Y así me tiré desde las cuatro de la tarde, hora a la que llegué a casa de mis padres después de votar, hasta las nueve y media de la noche, hora en la que, totalmente amargada, decidí bajar sola a la feria.

Mal no estuvo, aparte de que al montarme en una atracción muy parecida a la Máquina del Parque de Atracciones, como no tenía nadie con quien dejar la mochila ni la bolsa de ropa que llevaba, casi me muero intentando que no salieran volando del asiento mientras daba vueltas prácticamente boca abajo balanceándome de un lado a otro.
Aunque di un par de vueltas por la verbena y las casetas, no vi a nadie conocido. Me compré una patata asada, pero no pude hacerme una foto con ella, entre otros motivos porque me había dejado mi tercer brazo de dos metros de largo en casa. Y luego me apoyé en un coche, un poco alejada del barullo, para escuchar al grupo de música celta que tocaba en el escenario, hasta que me llamó mi hermana.

Apunto aquí que mi hermana vino ayer desde Valencia con su novio a pasar tres días en Madrid, pero como la república independiente de casa de mis padres se parece más a una tiranía que a otra cosa - no hay ningún mueble del Ikea, y claro -, y mi madre ha decretado que su futuro yerno no duerme en su casa, me ha tocado a mi, que tengo casa - y sofá cama en el salón, dato muy importante en este contexto - alojar al interfecto. Entre otras cosas bajé a la feria ayer para hacer tiempo hasta que llegasen a Madrid, porque si no, me habría vuelto a Fuenlabrada bastante antes y sin olor a fritanga en la ropa. Pero me llamaron a las diez y media, así que tuve una hora entera para regodearme en mi miseria mientras caminaba entre la gente, siempre emparejada o en grupos, que disfrutaba de la feria y la verbena.

Fue uno de los episodios más patéticos de mi vida. Y eso que en mi vida ha habido muchos episodios patéticos. Pero retrotraerme a los tiempos en que tenía 13 años y ni un puto amigo con quien ir a la feria del barrio ha sido demasiado para mi pobre neurona. No pienso volver a una puta feria por lo menos hasta que se me pase el trauma.