Ya tenía yo ganas de escribir algo de ficción. Es el comienzo de una historia que gesté cuando comenzó a gustarme el manga, allá por los 15 años. La historia pretendía ser un cómic, e incluso tengo la primera página dibujada. Pero la coloreé con lapiceros de colores, y al ver el resultado llegué a la conclusión de que mejor lo dejaba para otro día.
Hace cosa de un año le prometí a alguien que iba a ponerme con este proyecto - que enterré en el olvido, debido a que a los quince años yo apestaba como dibujante y escritora - y creo que ya va siendo hora de mostrar el primer resultado. Supongo que él por su parte no habrá avanzado nada con lo que me prometió, pero no puedo culparle, es una persona muy ocupada. Y yo ya estoy crecidita como para ir mosqueándome porque la gente no cumpla sus promesas
Era noche cerrada.
Y no porque no hubiese luna. Un enorme círculo plateado derramaba su luz, que reflejaba del sol, sobre las calles de la ciudad. Pero esta luz era bloqueada por las capas de nubes de polución primero, y por los altos edificios y paneles protectores después.
Del brillo plateado que debería haber llenado las calles, apenas se filtraban algunos hilos por las ranuras de los paneles, en rincones en los que el nivel de radiación les hacía ondular de manera extraña. Cuando alguien veía un rayo de luz de luna moverse como si bailara, no necesitaba detector: Sabía que lo más sensato era correr en la dirección contraria y rezar para no haberse acercado lo suficiente para que su adn resultara afectado.
Pero la gente no solía pasear de noche por callejones desconocidos buscando jirones de luna; de hecho, no paseaba en absoluto. A ninguna hora del día.
Las calles estaban tan desiertas como podían estarlo, y ni siquiera los pocos vigilantes que patrullaban las calles, equipados con las reglamentarias capas de protección contra rayos gamma, hacían el más mínimo ruido al caminar sobre los suelos enlosados. Hacía algunos meses esos guardias ni siquiera habrían sido necesarios: La amenaza de los focos de radiación no señalizados y lo que pudiera habitar en la total oscuridad de algunas callejas era suficiente para mantener a la población a raya.
Habría sido diferente si en la población hubiese habido una concentración más alta de adolescentes, que de buen seguro no habrían temido tanto los rincones oscuros, sino que se habrían sentido irremediablemente atraídos hacia ellos, para descubrir hasta el último de sus secretos. Ellos se habrían reído en la cara de quienes les advirtieran de las mutaciones que la radiación provocaría en su ADN, habrían hecho burla de los monstruos - antes humanos que también se rieron de sus advertencias - que poblaban las calles; quizá habrían cogido un paraguas y, con inexpertos movimientos de esgrima, habrían ejemplificado lo que les harían a esas aberraciones de encontrarse alguna. Los adolescentes no tienen miedo, nunca lo han tenido. Y tampoco tienen reglas. Para ellos las reglas son meras directrices deseosas de que se las incumpla.
Si hubiese habido adolescentes las cosas se habrían puesto mucho más complicadas para los guardias que patrullaban las calles, para los mutantes que las asolaban, e incluso para los charcos de radiación residual que hacían bailar a los rayos de luna.
Pero los adolescentes se habían ido. Habían crecido, o muerto. Y los que sobrevivieron habían aprendido la lección.
La población había sido esterilizada por su propio bien, y la reproducción se había convertido en un proceso de laboratorio que comenzaba con dos diminutas células y terminaba con un espécimen adulto que sabía todo lo que había que saber, ignoraba todo lo que había que ignorar, temía todo lo que había que temer, y respetaba todo lo que había que respetar.
No había escapadas nocturnas, manifestaciones de ningún tipo, inconformismos, o siquiera leves preguntas retóricas del tipo "¿Y por qué tenemos que vivir así?". La sociedad amansada de este modo no corría peligro, y se recuperaba dentro de edificios de paredes de diez metros de hormigón, casi podría decirse que en estado de letargo, a la espera de que los milenios hiciesen su labor y limpiasen lo suficiente la atmósfera para que, quizá sus tátara tataranietos, pudieran volver a ver la luz del sol como sus tatarabuelos la recordaban.
Pero si algo nos ha enseñado la literatura futurista, es que siempre que una sociedad es homogénea y perfecta, eso es que tiene un error por algún lado.
Y el error de esta sociedad, a esas horas, está llenando su mochila con los rudimentos necesarios para pasar la noche fuera por enésima vez: La linterna y las baterías van por separado, no fuera que se encendiera por error. La cena está debidamente desnaturalizada y empaquetada para no emitir ningún olor ni dentro ni fuera de su bolsa. La botella de plástico de agua, ligeramente derretida por haberse acercado demasiado a los charcos de radiación. Una manta de amianto, sólo por si acaso.
Y la cámara de video.
Este error de la sociedad conoce un angosto pasadizo que atraviesa los diez metros de hormigón que separan los cubículos climatizados que son su hogar del viciado aire de las calles desiertas. Y se prepara una noche más, tras veintiocho días esperando, para atravesarlo. Nadie más conoce el pasadizo, seguramente porque a nadie más le importa lo que haya al otro lado de las paredes.
Atraviesa el túnel a oscuras, porque conoce cada esquina, cada recoveco. Y porque una luz a aquellas horas significaba su muerte inmediata. En la negrura del hormigón perforado sólo lucen dos ojos plateados que desaparecen en ocasiones, cuando la ayuda visual es totalmente inútil.
Sale a la calle por una trampilla que no se diferencia en nada del resto de losas del edificio, salvo por el hecho de que puede bascular si se le empuja del modo adecuado. En total silencio se desliza por los bloques de hormigón pulido, y sus deportivas apenas suspiran al tocar suavemente el suelo. No necesita traje de protección, la radiación ya le hizo todo lo que podía hacerle en el vientre materno, así que la única preparación que necesita es recogerse la larga melena plateada para evitar que ningún pelo furtivo la delate.
Durante unos instantes, se mantiene quieta, al acecho. Pero ningún ruido le advierte de la presencia de los vigilantes. Eso es algo que también controla bastante bien: Las rutas de los vigilantes.
Ha recorrido la ciudad varias veces, y salvo cucarachas, no ha encontrado más monstruos que los pobre soldados, semiaplastados bajo capas y capas de aislante, con un campo de visión semejante al de un topo ciego, patrullando las calles. Nunca ha encontrado otro ser vivo, y ahí incluía a los guardias, que no se mereciera ser pisoteado.
Sabe que está sola. Es la última nacida de manera natural en un mundo en que la ingeniería genética es la única fuerza reproductora, y lo sabe. Lo sabe, porque ella misma es parte del sistema de día. Porque su cerebro está intacto, y precisamente por eso es lo suficientemente lista como para no ir por ahí presumiendo de que su adn no ha sido manipulado por ningún ácido de laboratorio, y que su cerebro tiene todas las piezas.
Sabe que su supervivencia depende de no hacerse notar, y sus cabellos y ojos plateados ya son lo bastante llamativos de por sí.
Pero a las salidas nocturnas no puede renunciar; es algo que le pide el cuerpo, salir de aquellos ataúdes de hormigón, observar lo que queda del cielo, aunque solo sea una vez al mes.
Sabe que los monstruos mutantes no son más que cuentos chinos para ayudar a mantener el estado de catarsis de la población. Sabe que nunca encontrará nada que realmente merezca la pena, por no mencionar alguien más como ella.
Sabe que está sola.
Pero esta noche se equivoca.
Hace cosa de un año le prometí a alguien que iba a ponerme con este proyecto - que enterré en el olvido, debido a que a los quince años yo apestaba como dibujante y escritora - y creo que ya va siendo hora de mostrar el primer resultado. Supongo que él por su parte no habrá avanzado nada con lo que me prometió, pero no puedo culparle, es una persona muy ocupada. Y yo ya estoy crecidita como para ir mosqueándome porque la gente no cumpla sus promesas
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Era noche cerrada.
Y no porque no hubiese luna. Un enorme círculo plateado derramaba su luz, que reflejaba del sol, sobre las calles de la ciudad. Pero esta luz era bloqueada por las capas de nubes de polución primero, y por los altos edificios y paneles protectores después.
Del brillo plateado que debería haber llenado las calles, apenas se filtraban algunos hilos por las ranuras de los paneles, en rincones en los que el nivel de radiación les hacía ondular de manera extraña. Cuando alguien veía un rayo de luz de luna moverse como si bailara, no necesitaba detector: Sabía que lo más sensato era correr en la dirección contraria y rezar para no haberse acercado lo suficiente para que su adn resultara afectado.
Pero la gente no solía pasear de noche por callejones desconocidos buscando jirones de luna; de hecho, no paseaba en absoluto. A ninguna hora del día.
Las calles estaban tan desiertas como podían estarlo, y ni siquiera los pocos vigilantes que patrullaban las calles, equipados con las reglamentarias capas de protección contra rayos gamma, hacían el más mínimo ruido al caminar sobre los suelos enlosados. Hacía algunos meses esos guardias ni siquiera habrían sido necesarios: La amenaza de los focos de radiación no señalizados y lo que pudiera habitar en la total oscuridad de algunas callejas era suficiente para mantener a la población a raya.
Habría sido diferente si en la población hubiese habido una concentración más alta de adolescentes, que de buen seguro no habrían temido tanto los rincones oscuros, sino que se habrían sentido irremediablemente atraídos hacia ellos, para descubrir hasta el último de sus secretos. Ellos se habrían reído en la cara de quienes les advirtieran de las mutaciones que la radiación provocaría en su ADN, habrían hecho burla de los monstruos - antes humanos que también se rieron de sus advertencias - que poblaban las calles; quizá habrían cogido un paraguas y, con inexpertos movimientos de esgrima, habrían ejemplificado lo que les harían a esas aberraciones de encontrarse alguna. Los adolescentes no tienen miedo, nunca lo han tenido. Y tampoco tienen reglas. Para ellos las reglas son meras directrices deseosas de que se las incumpla.
Si hubiese habido adolescentes las cosas se habrían puesto mucho más complicadas para los guardias que patrullaban las calles, para los mutantes que las asolaban, e incluso para los charcos de radiación residual que hacían bailar a los rayos de luna.
Pero los adolescentes se habían ido. Habían crecido, o muerto. Y los que sobrevivieron habían aprendido la lección.
La población había sido esterilizada por su propio bien, y la reproducción se había convertido en un proceso de laboratorio que comenzaba con dos diminutas células y terminaba con un espécimen adulto que sabía todo lo que había que saber, ignoraba todo lo que había que ignorar, temía todo lo que había que temer, y respetaba todo lo que había que respetar.
No había escapadas nocturnas, manifestaciones de ningún tipo, inconformismos, o siquiera leves preguntas retóricas del tipo "¿Y por qué tenemos que vivir así?". La sociedad amansada de este modo no corría peligro, y se recuperaba dentro de edificios de paredes de diez metros de hormigón, casi podría decirse que en estado de letargo, a la espera de que los milenios hiciesen su labor y limpiasen lo suficiente la atmósfera para que, quizá sus tátara tataranietos, pudieran volver a ver la luz del sol como sus tatarabuelos la recordaban.
Pero si algo nos ha enseñado la literatura futurista, es que siempre que una sociedad es homogénea y perfecta, eso es que tiene un error por algún lado.
Y el error de esta sociedad, a esas horas, está llenando su mochila con los rudimentos necesarios para pasar la noche fuera por enésima vez: La linterna y las baterías van por separado, no fuera que se encendiera por error. La cena está debidamente desnaturalizada y empaquetada para no emitir ningún olor ni dentro ni fuera de su bolsa. La botella de plástico de agua, ligeramente derretida por haberse acercado demasiado a los charcos de radiación. Una manta de amianto, sólo por si acaso.
Y la cámara de video.
Este error de la sociedad conoce un angosto pasadizo que atraviesa los diez metros de hormigón que separan los cubículos climatizados que son su hogar del viciado aire de las calles desiertas. Y se prepara una noche más, tras veintiocho días esperando, para atravesarlo. Nadie más conoce el pasadizo, seguramente porque a nadie más le importa lo que haya al otro lado de las paredes.
Atraviesa el túnel a oscuras, porque conoce cada esquina, cada recoveco. Y porque una luz a aquellas horas significaba su muerte inmediata. En la negrura del hormigón perforado sólo lucen dos ojos plateados que desaparecen en ocasiones, cuando la ayuda visual es totalmente inútil.
Sale a la calle por una trampilla que no se diferencia en nada del resto de losas del edificio, salvo por el hecho de que puede bascular si se le empuja del modo adecuado. En total silencio se desliza por los bloques de hormigón pulido, y sus deportivas apenas suspiran al tocar suavemente el suelo. No necesita traje de protección, la radiación ya le hizo todo lo que podía hacerle en el vientre materno, así que la única preparación que necesita es recogerse la larga melena plateada para evitar que ningún pelo furtivo la delate.
Durante unos instantes, se mantiene quieta, al acecho. Pero ningún ruido le advierte de la presencia de los vigilantes. Eso es algo que también controla bastante bien: Las rutas de los vigilantes.
Ha recorrido la ciudad varias veces, y salvo cucarachas, no ha encontrado más monstruos que los pobre soldados, semiaplastados bajo capas y capas de aislante, con un campo de visión semejante al de un topo ciego, patrullando las calles. Nunca ha encontrado otro ser vivo, y ahí incluía a los guardias, que no se mereciera ser pisoteado.
Sabe que está sola. Es la última nacida de manera natural en un mundo en que la ingeniería genética es la única fuerza reproductora, y lo sabe. Lo sabe, porque ella misma es parte del sistema de día. Porque su cerebro está intacto, y precisamente por eso es lo suficientemente lista como para no ir por ahí presumiendo de que su adn no ha sido manipulado por ningún ácido de laboratorio, y que su cerebro tiene todas las piezas.
Sabe que su supervivencia depende de no hacerse notar, y sus cabellos y ojos plateados ya son lo bastante llamativos de por sí.
Pero a las salidas nocturnas no puede renunciar; es algo que le pide el cuerpo, salir de aquellos ataúdes de hormigón, observar lo que queda del cielo, aunque solo sea una vez al mes.
Sabe que los monstruos mutantes no son más que cuentos chinos para ayudar a mantener el estado de catarsis de la población. Sabe que nunca encontrará nada que realmente merezca la pena, por no mencionar alguien más como ella.
Sabe que está sola.
Pero esta noche se equivoca.
Me gusta mucho, transmite muy bien el ambiente. Inevitable recordar "Un mundo feliz" de Huxley, aunque reconozco que no lo he leido ;-P Desde luego es un comienzo que capta el interés, espero que lleguemos a ver hasta dónde llega!
ResponderEliminarRecuerdo aquella primera hoja de cómic. No sabía que la coloreaste... ;-)
Por cierto...
ResponderEliminar"la gente no solía pasear de noche [...]; de hecho, no solía paseaba en absoluto."
"no solía paseaba", es incorrecto ;-)
Ay Dios... y eso que lo he revisado dos veces... ahora mismo lo cambio >.<
ResponderEliminarRespecto a la página... intenta comprender por qué NADIE sabe que la coloreé... XDDDDD
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