Solía haber un campo precioso detrás de mi casa.
Una pequeña porción de tierra en la que por algún motivo no habían ni edificado ni hecho zonas ajardinadas ni parques para niños, y donde las plantas crecían como si fuesen estrellas del pop: Para exhibirse, mostrando tantas formas y colores que a uno le costaba convencerse de que seguía en la misma ciudad gris que había al otro lado de las moreras.
Cuando era más pequeña paseaba a menudo entre los árboles, disfrutando del sonido del aire entre las hojas, del susurro de los pequeños animales que vivían bajo el suelo y en las copas. Me encantaba tumbarme sobre la verde hierba o las hojas marrones y doradas, dependiendo de la estación, y observar el cielo durante horas, sólo disfrutando de la belleza de aquel espectáculo.
Al principio no me di cuenta de que algo le estaba pasando. Sólo fueron algunas flores marchitas en la estación que no debía. Un par de rosas secas por aquí, algunos jazmines podridos en las enredaderas, el pequeño cerezo amaneciendo un día con todas sus flores en el suelo, muertas...
La naturaleza es tan difícil de entender, que simplemente tiré las flores muertas y esperé a que las nuevas brotasen.
La siguiente estación nos recibió con la muerte del castaño. Del mismo modo que las flores unos meses antes, un día amaneció muerto, con todas las hojas secas formando montones en el suelo a su alrededor.
Yo no entendía por qué sucedía aquello, pero me preocupaba que el terreno hubiese sido presa de alguna plaga, y comencé a temer por las plantas. Me acerqué a un vivero y compré un retoño de castaño y otro de cerezo, y los planté en zonas donde aún no había encontrado plantas muertas. Aunque me costó bastante, también arranqué los árboles muertos, no fueran a contagiar al resto.
El resultado fue un poco chapucero, y la hierba no volvió a crecer en los huecos de las raíces arrancadas, por más abono y semillas que usase. Sin embargo, la naturaleza siempre sigue adelante, y los retoños crecieron con fuerza. Y a pesar de todo el campo seguía siendo realmente hermoso.
Comenzaron a brotar los primeros capullos del cerezo, y me alegró ver que la primavera prometía ser benévola con las temperaturas. Así que la mañana que, cargada con los útiles de jardinería, me encontré los dos retoños muertos, además de la hierba a su alrededor y dos de las moreras que delimitaban la zona, no pude explicarme qué había sucedido. La semana anterior las plantas estaban perfectamente, y de pronto...
Sin dejar que el ánimo decayera, volví a limpiar la zona de la vegetación muerta, reemplacé las moreras con dos enredaderas, y busqué otro rincón sano y relativamente soleado para volver a plantar dos nuevos retoños.
Pero algo no iba bien en aquel campo. El verde brillante que alfombraba el suelo poco a poco fue sustituído por un tono parduzco, y los parches en los que no se veía más que tierra seca aumentaban en número y tamaño según pasaban los meses. Los retoños aguantaron un poco, pero sus ramas crecían débiles, sus hojas estaban enfermas, y los dos murieron poco después del invierno.
No podía creer lo que estaba pasando. Las temperaturas eran suaves, las lluvias ni muy abundantes ni muy escasas, nunca faltaba sol en la zona... y aún así el campo estaba muriéndose. Y no importaba cuan duro trabajase en él, retirando las plantas muertas y plantando y cuidando nuevas, porque donde había muerto algo no volvía a crecer nada, y las nuevas plantas nunca terminaban de agarrar en el terreno.
Finalmente, tras años luchando por conservar algo de lo que había sido el jardín más hermoso que jamás había visto, el día que bajé a regar el macizo de hortensias y me encontré los tallos y todas las pequeñas flores rosas podridas por el suelo, dejé caer la caja con los útiles de jardinería y entré en casa para no volver más.
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Una pequeña porción de tierra en la que por algún motivo no habían ni edificado ni hecho zonas ajardinadas ni parques para niños, y donde las plantas crecían como si fuesen estrellas del pop: Para exhibirse, mostrando tantas formas y colores que a uno le costaba convencerse de que seguía en la misma ciudad gris que había al otro lado de las moreras.
Cuando era más pequeña paseaba a menudo entre los árboles, disfrutando del sonido del aire entre las hojas, del susurro de los pequeños animales que vivían bajo el suelo y en las copas. Me encantaba tumbarme sobre la verde hierba o las hojas marrones y doradas, dependiendo de la estación, y observar el cielo durante horas, sólo disfrutando de la belleza de aquel espectáculo.
Al principio no me di cuenta de que algo le estaba pasando. Sólo fueron algunas flores marchitas en la estación que no debía. Un par de rosas secas por aquí, algunos jazmines podridos en las enredaderas, el pequeño cerezo amaneciendo un día con todas sus flores en el suelo, muertas...
La naturaleza es tan difícil de entender, que simplemente tiré las flores muertas y esperé a que las nuevas brotasen.
La siguiente estación nos recibió con la muerte del castaño. Del mismo modo que las flores unos meses antes, un día amaneció muerto, con todas las hojas secas formando montones en el suelo a su alrededor.
Yo no entendía por qué sucedía aquello, pero me preocupaba que el terreno hubiese sido presa de alguna plaga, y comencé a temer por las plantas. Me acerqué a un vivero y compré un retoño de castaño y otro de cerezo, y los planté en zonas donde aún no había encontrado plantas muertas. Aunque me costó bastante, también arranqué los árboles muertos, no fueran a contagiar al resto.
El resultado fue un poco chapucero, y la hierba no volvió a crecer en los huecos de las raíces arrancadas, por más abono y semillas que usase. Sin embargo, la naturaleza siempre sigue adelante, y los retoños crecieron con fuerza. Y a pesar de todo el campo seguía siendo realmente hermoso.
Comenzaron a brotar los primeros capullos del cerezo, y me alegró ver que la primavera prometía ser benévola con las temperaturas. Así que la mañana que, cargada con los útiles de jardinería, me encontré los dos retoños muertos, además de la hierba a su alrededor y dos de las moreras que delimitaban la zona, no pude explicarme qué había sucedido. La semana anterior las plantas estaban perfectamente, y de pronto...
Sin dejar que el ánimo decayera, volví a limpiar la zona de la vegetación muerta, reemplacé las moreras con dos enredaderas, y busqué otro rincón sano y relativamente soleado para volver a plantar dos nuevos retoños.
Pero algo no iba bien en aquel campo. El verde brillante que alfombraba el suelo poco a poco fue sustituído por un tono parduzco, y los parches en los que no se veía más que tierra seca aumentaban en número y tamaño según pasaban los meses. Los retoños aguantaron un poco, pero sus ramas crecían débiles, sus hojas estaban enfermas, y los dos murieron poco después del invierno.
No podía creer lo que estaba pasando. Las temperaturas eran suaves, las lluvias ni muy abundantes ni muy escasas, nunca faltaba sol en la zona... y aún así el campo estaba muriéndose. Y no importaba cuan duro trabajase en él, retirando las plantas muertas y plantando y cuidando nuevas, porque donde había muerto algo no volvía a crecer nada, y las nuevas plantas nunca terminaban de agarrar en el terreno.
Finalmente, tras años luchando por conservar algo de lo que había sido el jardín más hermoso que jamás había visto, el día que bajé a regar el macizo de hortensias y me encontré los tallos y todas las pequeñas flores rosas podridas por el suelo, dejé caer la caja con los útiles de jardinería y entré en casa para no volver más.
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Desde la ventana de mi cuarto sigo pasando muchas tardes observando el solar en que se ha terminado convirtiendo aquella pequeña parcela de vida. No he vuelto a intentar plantar nada, demasiados brotes planté, cuidé y vi crecer con ilusión, para verlos morir de un día para otro sin motivo. Tampoco bajo a pasear por él. Sólo lo observo con melancolía, intentando retener en mi memoria cómo fue en un tiempo ese terreno reseco, y olvidando cada poco un detalle más, hasta que llegue el día en que olvide que allí hubo alguna vez un jardín.
Y sin embargo, era tan hermoso el poder pasar las tarde estudiando bajo la sombra del castaño, olían tan dulces los jazmines a la caída de la noche, era tan hermoso aquel verde manto plagado de pétalos multicolores...
Pues ya ves hay quien lo lee y recuerda como era el jardín y en lo que se ha convertido y es una pena, un campo que tanto prometía solo sirve de un mal aparcamiento y cuatro plantas casi sin vida.
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