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Erase una vez una jovencita que necesitaba un trabajo.

Sólo un trabajo, fuera de lo que fuera. No le importaba lavar ropa, limpiar casas, tirar la basura, lavar platos... Ella sólo quería poder ganarse la vida de una manera honrada, lo que hoy por hoy es raro, pero aún puede lograrse.

Esta jovencita no poseía habilidades especiales para absolutamente nada, pero tenía una fuerte voluntad de aprender y de esforzarse en cualquier trabajo en el que le dieran la oportunidad.
Así fue como conoció al dueño de una cafetería que necesitaba camarera, y como aquel hombre sólo contrataba mujeres españolas con buena presencia, y quiso la suerte que nuestra heroína fuera mujer, española, y bien dotada pechugonamente hablando, el dueño de la cafetería le dio el trabajo. El contrato era de media jornada, cuando realmente ella trabajaría ocho horas y media al día durante seis días a la semana, pero oye, un trabajo era un trabajo, y daba igual cómo fuera, la cuestión era pagar el alquiler.

La jovencita trabajó duro, porque el trabajo en aquel lugar no era precisamente descansado, y tanto el jefe como el resto de los empleados resultaron no ser demasiado buenas personas: Aprendió a atender, a limpiar los platos, a barrer cuando no había clientes, a memorizar qué mesa había pedido qué cosa, a deducir cuándo sacar los segundos platos, a sumar y restar mentalmente con rapidez, a llevar cajas de seis cartones de leche a la vez al almacén, a cambiar bidones de cerveza, a hacer pedidos a los proveedores, a hacer la compra en el supermercado a velocidades astronómicas, a encajar las faltas de respeto del jefe y su hijo, los insultos directos de la mujer del jefe, y las burlas de la cocinera... Se aprendió los nombres y los pedidos de los clientes habituales, se quemó las manos con lejía limpiando trapos, se destrozó la ropa - de nuevo con lejía - limpiando el suelo y las paredes...

Vamos, que la chica trabajó duro, para quien no lo haya pillado aún.

Desgraciadamente, pocos meses después de empezar a trabajar, y quizá por el cansancio psicológico, combinado con el físico y con unas quemaduras químicas en las manos de mucho cuidado, nuestra heroína cayó enferma y tuvo que guardar cama durante tres días.

Cuando volvió al trabajo, el jefe la recibió con la carta de despido.

En la carta de despido ponía "despido disciplinario por descenso constante y consciente del rendimiento", lo cual era gracioso, porque la chiquilla trabajaba más que todos los demás empleados juntos. Cuando miró a su jefe a los ojos y repitió las palabras que había escritas en la hoja de papel que le acababa de dar, él le respondió encogiéndose los hombros, como si fuera un buen hombre al que no le hubieran dejado otra opción: "No me puedo permitir tener a una camarera que se pone mala tres días".

La jovencita no estaba de acuerdo con el despido, así que su jefe - bueno, su ex-jefe - le dijo que si necesitaba que le aclarasen cualquier cosa, fuera a ver al abogado de la cafetería, que él le explicaría cualquier duda que tuviese. La jovencita asintió y, sin mirar a los ojos ni a la cocinera, ni a la mujer ni al hijo del jefe, y por supuesto tampoco al jefe, salió del local hecha una furia.

Y al día siguiente, siguiendo sólo en parte el consejo de su jefe, la joven fue a hablar con su abogado.
El de ella, quiero decir.

Sí, la carta de despido era casi tan ilegal como los moros vendiendo cds pirata a la salida del metro. Sí, el contrato en sí también era ilegal, dado que era de media jornada y ella trabajaba jornada y media. Sí, el abogado sería tan amable de tramitar la demanda contra el local.

Así que unos meses después llegó la citación para la conciliación. Esta vez fue el jefe el que no miró a los ojos a la joven, aunque eso era de esperar. El abogado de nuestra heroína expuso que, para no seguir con la demanda, exigía que se le pagase el finiquito equivalente a lo que había trabajado en realidad, no sobre el papel. Es decir, de jornada completa. El jefe de la chiquilla se negó en redondo a darle absolutamente nada, así que la demanda siguió su curso.

Otros pocos meses después, llegó la carta de la citación para el juicio. El abogado del jefe de la chica intentó convencerlo de que lo mejor era llegar a un acuerdo, pero el jefe seguía en sus trece y se negaba en redondo a desembolsar un sólo euro. Así que llegaron al juicio, y la juez, tras leer de qué trataba la demanda, se sumó a los dos abogados: Este juicio es una tontería, lleguen a un acuerdo sobre la indemnización y déjenlo pasar... La carta de despido parecía hecha por una niña de seis años con dislexia, y el juicio estaba perdido por el dueño de la cafetería de antemano, así que lo único que había que decidir era si la joven trabajó jornada completa o media jornada. El jefe, soberbio como él sólo, afirmó que la chiquilla sólo trabajaba media jornada, algo que nuestra heroína, que estaba sólo a medio metro de él y en aquel momento se encontraba tremendamente necesitada de cafeína, no encajó muy bien.

Así que de eso iba todo. La contratan con un contrato ilegal para estafar a hacienda unos puñeteros euros, y ella tiene que aceptar o quedarse en la calle; la explotan; la denigran; la despiden con jarras destempladas sólo porque ha tenido la desfachatez de ponerse enferma. Y ahora mienten en su cara con la naturalidad de quien lo hace varias veces al día.
Muy bien, si él se empeñaba en cavar su propia tumba, ella desde luego no iba a impedírselo...

Tras una conversación un tanto subida de volumen con su abogado, y muchas miradas envenenadas en dirección a la chica, el jefe accedió a llegar a un acuerdo monetario. La chica, que nunca se había sentido muy cómoda en ese tipo de enfrentamientos, y que solamente quería demostrarle a su jefe que los actos conllevan consecuencias de las que hay que hacerse responsable, y que uno no puede tratar a la gente como la trataba él y salir de rositas, fracasó estrepitosamente en su empeño; porque tras firmar el acuerdo el jefe soltó con sorna "ala, ahora vamos a tomarnos algo para celebrarlo", y él, su mujer y la cocinera siguieron dedicando a la jovencita miradas de odio hasta que salieron del edificio.

Bien pensado, la chica podía haber forzado ir a juicio. Podía haber enseñado el papel que su jefe le dio al comenzar el trabajo, escrito de su puño y letra, con el horario real que ella haría. Podía haber llamado al testigo para que dijese que, efectivamente, la chica trabajaba todo el día. Porque asumámoslo, ni la mujer ni la cocinera del dueño podían testificar, dado que tenían intereses personales en que él ganara... bueno, perdiera con las menores consecuencias, porque el contrato era ilegal de manual. Podía haberle humillado aún más, desde luego. Pero ella no era así. Ella simplemente quería que se hiciera justicia, y enseñarle una lección a aquel cabronazo.

La justicia se había hecho, pero él no había aprendido nada. Incluso mintiendo a sabiendas como un cosaco, seguía pensando que la mala era ella.
Es la gente como él, su mujer, su cocinera, y su hijo, la que hace que el mundo esté cada vez más envenenado.

¿Y la heroína? Con un sabor agridulce en el alma, volvió a su casa un par de miles de euros más rica. Ella no había querido aquello, ella sólo quería un trabajo honrado para vivir honradamente. Su jefe había provocado todo aquello; él había empezado, despidiéndola de aquella manera sin ningún motivo, como si fuera un trapo sucio que simplemente tiras y reemplazas por otro. Ella no había empezado la pelea.

Pero, como bien dijo el maestro Miyagi, al verse metida en una, había sabido terminarla.

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