‘No tengo por qué estar aguantando esta mierda‘ pensaba
Alejandra mientras esperaba, muerta de frío y con los pies doloridos, en la
cola para entrar a la discoteca. Estaba segura de que hubo un tiempo en el que
había disfrutado de aquellas cosas, pero no lograba recordar cuándo. No era que
no le gustase ir de fiesta, claro. Pero no entendía por qué tenían que ir
siempre a los que más cola tenían.
Se giró hacia su acompañante.
- Explícame otra vez por qué no podemos salir por Tribunal,
por favor.
- Lo sabes perfectamente, nena – el hombre descruzó los
brazos y le pasó uno por la cintura, aunque Alejandra no notó el contacto con
tantas capas de ropa de por medio – aquello está lleno de perdedores. Aquí es
donde viene la gente guapa.
- Uhmf… - Alejandra hizo un mohín y se encogió de hombros –
Hace demasiado frío, Nacho, por favor vámonos a algún sitio en el que estemos a
cubierto. Me da igual dónde. – El llamado Nacho la miró como si no entendiera
lo que acababa de escuchar. ‘Venga ya, joder’ – Mira, subiremos el nivel de
cualquier sitio en el que entremos. ¡Podríamos hasta crear una nueva moda!
Pareció que aquella chorrada no desagradaba del todo a
Nacho, porque accedió a pedir un taxi a Moncloa. Alejandra pasó gran parte del
trayecto pensando en lo cretino que era su acompañante: Vale, estaba buenísimo
y le hacía tener unos orgasmos de cuidado, pero quitando el sexo… sinceramente,
era un dolor de huevos de hombre. Y parecía que solo salía a la calle para que
la gente pudiera admirarle, no para divertirse él… O si no, ¿dónde veía el
problema en ir al mismo bar, con la misma música y las mismas bebidas, pero con
media hora menos de cola y gente normal en vez de “guapa”?
Bajo el sonido del motor, le oyó preguntarle en voz baja si tenía
un chicle. Ella sabía que se refería a las setas, pero se suponía que la contraseña
se usaba para que no sonara sospechosa, si susurrabas “dame un chicle” en el
mismo todo que dirías “pásame la droga” todo el tema de la clave perdía
sentido. Le pasó el bolso con desgana y le dijo que lo buscara él mismo.
El taxi frenó bruscamente y Alejandra se fijó en que la
carretera delante de ellos estaba hasta arriba de tráfico. Alargó el brazo
hacia su acompañante.
- Dame el bolso
- ¿Qué? – Nacho tenía un paquetito en la mano, pero aún estaba
rebuscando entre los contenidos del bolsito.
- Que me des el bolso - dubitativo, Nacho se lo puso en la
mano, todavía abierto – Yo me bajo aquí.
- ¿Q-qué?
- Mañana me dices cuánto ha sido la carrera y te pago la
mitad, no te preocupes – abrió la puerta, salió del taxi, – ¡Buenas noches! – y
cerró de un portazo.
Obviamente, Nacho no salió tras ella. No era el tipo de
hombre que sale corriendo detrás de una mujer. Lo que no le molestaba, porque
Alejandra tampoco era de las que se hacen de rogar. Llamaría a Carlota para ver
dónde estab… no, probablemente estaría en casa. Bien, pues se iría a casa ella
también. Tampoco es que tuviera muchas ganas de fiesta, ya para empezar.
…
En la televisión hablaban de la epidemia de gripe de aquel
invierno, que – oh, sorpresa – se estaba extendiendo como la pólvora. Había
algo novedoso en esta cepa, decían, porque los afectados eran en su mayor parte
personas de entre 20 y 30 años.
Eso no tenía sentido. La gripe nunca se limita a un
colectivo. Los bebés se contagian en las guarderías, de ahí a sus familias, de
ahí a los trabajos y sitios de estudios de sus familias, de ahí a las familias
de los compañeros de trabajo y de estudios, y vuelta a empezar. No había una
“edad” para pillar la gripe. De hecho, si nos poníamos quisquillosos, alguien sano
de entre 20 y 30 años era el que menos probabilidades tenía de quedar postrado
en cama por la gripe.
La presentadora continuó diciendo que los síntomas eran
ligeramente diferentes de los de años pasados, y enumeró las diferencias. La
imagen en pantalla cambió a una señora con abrigo de piel caminando por la
calle, intentando sonarse la nariz con elegancia mientras el viento le echaba
el pelo en la cara. La presentadora, en off, pasó a enumerar la consabida lista
de precauciones para evitar un contagio.
Un cliente le pidió al camarero que cambiase de canal, y a
la señora sonándose los mocos la sustituyó un primer plano de Clint Eastwood
mirando a cámara con cara de pocos amigos. Un anciano dejó su consumición para
centrarse en la película y Ángela, para mantener el equilibrio en el universo,
bajó la vista del televisor. Sacó un cuaderno de la mochila y buscó entre las
primeras páginas. Tras unos segundos leyendo pasó la última página escrita,
sacó un bolígrafo e hizo un pequeño apunte.
Pagó el plato combinado que no había tocado y volvió a casa
lo más rápido que pudo, con la capucha puesta, la cabeza baja, y evitando las
calles muy concurridas.
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