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Una por partes (3)


‘No tengo por qué estar aguantando esta mierda‘ pensaba Alejandra mientras esperaba, muerta de frío y con los pies doloridos, en la cola para entrar a la discoteca. Estaba segura de que hubo un tiempo en el que había disfrutado de aquellas cosas, pero no lograba recordar cuándo. No era que no le gustase ir de fiesta, claro. Pero no entendía por qué tenían que ir siempre a los que más cola tenían.

Se giró hacia su acompañante.

- Explícame otra vez por qué no podemos salir por Tribunal, por favor.

- Lo sabes perfectamente, nena – el hombre descruzó los brazos y le pasó uno por la cintura, aunque Alejandra no notó el contacto con tantas capas de ropa de por medio – aquello está lleno de perdedores. Aquí es donde viene la gente guapa.

- Uhmf… - Alejandra hizo un mohín y se encogió de hombros – Hace demasiado frío, Nacho, por favor vámonos a algún sitio en el que estemos a cubierto. Me da igual dónde. – El llamado Nacho la miró como si no entendiera lo que acababa de escuchar. ‘Venga ya, joder’ – Mira, subiremos el nivel de cualquier sitio en el que entremos. ¡Podríamos hasta crear una nueva moda!

Pareció que aquella chorrada no desagradaba del todo a Nacho, porque accedió a pedir un taxi a Moncloa. Alejandra pasó gran parte del trayecto pensando en lo cretino que era su acompañante: Vale, estaba buenísimo y le hacía tener unos orgasmos de cuidado, pero quitando el sexo… sinceramente, era un dolor de huevos de hombre. Y parecía que solo salía a la calle para que la gente pudiera admirarle, no para divertirse él… O si no, ¿dónde veía el problema en ir al mismo bar, con la misma música y las mismas bebidas, pero con media hora menos de cola y gente normal en vez de “guapa”?

Bajo el sonido del motor, le oyó preguntarle en voz baja si tenía un chicle. Ella sabía que se refería a las setas, pero se suponía que la contraseña se usaba para que no sonara sospechosa, si susurrabas “dame un chicle” en el mismo todo que dirías “pásame la droga” todo el tema de la clave perdía sentido. Le pasó el bolso con desgana y le dijo que lo buscara él mismo.

El taxi frenó bruscamente y Alejandra se fijó en que la carretera delante de ellos estaba hasta arriba de tráfico. Alargó el brazo hacia su acompañante.

- Dame el bolso

- ¿Qué? – Nacho tenía un paquetito en la mano, pero aún estaba rebuscando entre los contenidos del bolsito.

- Que me des el bolso - dubitativo, Nacho se lo puso en la mano, todavía abierto – Yo me bajo aquí.

- ¿Q-qué?

- Mañana me dices cuánto ha sido la carrera y te pago la mitad, no te preocupes – abrió la puerta, salió del taxi, – ¡Buenas noches! – y cerró de un portazo.

Obviamente, Nacho no salió tras ella. No era el tipo de hombre que sale corriendo detrás de una mujer. Lo que no le molestaba, porque Alejandra tampoco era de las que se hacen de rogar. Llamaría a Carlota para ver dónde estab… no, probablemente estaría en casa. Bien, pues se iría a casa ella también. Tampoco es que tuviera muchas ganas de fiesta, ya para empezar.


En la televisión hablaban de la epidemia de gripe de aquel invierno, que – oh, sorpresa – se estaba extendiendo como la pólvora. Había algo novedoso en esta cepa, decían, porque los afectados eran en su mayor parte personas de entre 20 y 30 años.

Eso no tenía sentido. La gripe nunca se limita a un colectivo. Los bebés se contagian en las guarderías, de ahí a sus familias, de ahí a los trabajos y sitios de estudios de sus familias, de ahí a las familias de los compañeros de trabajo y de estudios, y vuelta a empezar. No había una “edad” para pillar la gripe. De hecho, si nos poníamos quisquillosos, alguien sano de entre 20 y 30 años era el que menos probabilidades tenía de quedar postrado en cama por la gripe.

La presentadora continuó diciendo que los síntomas eran ligeramente diferentes de los de años pasados, y enumeró las diferencias. La imagen en pantalla cambió a una señora con abrigo de piel caminando por la calle, intentando sonarse la nariz con elegancia mientras el viento le echaba el pelo en la cara. La presentadora, en off, pasó a enumerar la consabida lista de precauciones para evitar un contagio.

Un cliente le pidió al camarero que cambiase de canal, y a la señora sonándose los mocos la sustituyó un primer plano de Clint Eastwood mirando a cámara con cara de pocos amigos. Un anciano dejó su consumición para centrarse en la película y Ángela, para mantener el equilibrio en el universo, bajó la vista del televisor. Sacó un cuaderno de la mochila y buscó entre las primeras páginas. Tras unos segundos leyendo pasó la última página escrita, sacó un bolígrafo e hizo un pequeño apunte.

Pagó el plato combinado que no había tocado y volvió a casa lo más rápido que pudo, con la capucha puesta, la cabeza baja, y evitando las calles muy concurridas.

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