Hacía ya tiempo que no ponía una entrada seria como Dios manda. Como me he levantado con el día tonto, que no os sorprenda la temática. Y si hay niños leyendo esto, que sepáis que no es pornografía. Es Amor.
El vestido negro resalta la blancura de su piel. Tumbada sobre las sábanas, parece una ninfa recién salida de un cuento de hadas. Está nerviosa; sus enormes ojos más abiertos de lo normal, ligeramente vidriosos, están esperando algo que a su entender está tardando demasiado. Entreabre la boca, sólo un poco, casi imperceptiblemente. Pero es suficiente para que él reaccione. Se inclina sobre ella, le besa las mejillas, la barbilla, y luego roza ligeramente sus labios. Ella levanta ligeramente la cabeza, no le deja despegar los labios. Le abraza, le besa con dulzura, y él responde de igual modo. Las manos de él bajan hasta las piernas de ella, bajo la falda, acariciándole los muslos. Ella se estremece al sentir su roce. Deshace el abrazo, si bien que a desgana. Le deja alejarse de ella, incorporarse, acariciarle las piernas, besárselas. La falda, subida hasta la altura de las caderas, destaca más aún contra una piel que raras veces ha visto el sol. Siente cada caricia, cada beso, como una placentera descarga en la columna. Se incorpora ligeramente, se sujeta el vestido, se lo levanta, casi tímida, dejando a la vista su abdomen. Él responde como había esperado, y pasa a besarle el estómago, el ombligo. Hay tanta ternura en sus movimientos que sólo de observarlo le produce placer. Se quita el vestido, pasándolo por encima de su cabeza. Su melena se enreda con los tirantes, se queda extendida sobre la almohada. Él la contempla unos momentos, ahora son sus ojos los que brillan. No se queda inmóvil por mucho tiempo; se vuelve a recostar sobre ella, vuelve a besarla. Con ternura, le acaricia los brazos, los senos, el vientre. Ella se gira para poder abrazarle, siente su roce en su vientre, en sus caderas. La habitación está helada, y de pronto se da cuenta del frío que tiene, y de lo cálido que es su cuerpo. Se pega más a él, todo lo que puede. Dobla una rodilla, rodea su cadera con ella. Él no deja de acariciarla lentamente, mientras sus labios le recorren el rostro y el cuello, a ratos tan suave que apenas lo siente, a veces arrebatado y violento. Tanto sus besos como sus caricias la hacen gemir de placer, desear que aquello dure para siempre, que sus labios y sus manos nunca se separen de ella.
Nota sus manos en la cadera, sujetando la única prenda que lleva aún puesta, deslizándola ligeramente hacia sus muslos. Ella se aleja de su cuerpo y le ayuda en la tarea. No es realmente consciente de cómo, pero vuelve a estar tendida, abrazada a él, sus cuerpos pegados buscando el calor el uno del otro, besándose y abrazándose como si no existiera nada más en el mundo. El anhelo en los ojos de ella encuentra compañero en los de él, las sonrisas se sienten a través de los labios, el roce de las lenguas, los ligeros gemidos mezclados con risas. Él baja la mano hacia sus caderas de nuevo, a ella se le acelera la respiración. Dejan de besarse y se miran. Solos él y ella, los ojos de él cada vez más vidriosos, ella respirando entrecortadamente, intentando contener tímidos los gemidos que le provoca la mano de él entre sus piernas. Con los labios entreabiertos, sin dejar de mirarle a los ojos, ella le susurra algo. Él aparta su mano, se apoya con ella en la cama, y vuelve a besarla. Besarla con tanta ternura que el sólo roce hace que ella gima de nuevo. Se arrodilla sobre ella, entre sus piernas. De alguna manera hace el movimiento sin que sus labios se separen en ningún momento. Levanta el rostro, la mira, ella le devuelve la mirada. No hacen falta palabras, sus ojos lo dicen todo, lo entienden todo.
Él deja caer el cuerpo sobre ella, que lo recibe abrazándolo, besándole el cuello. Un nuevo gemido, más alto y peor contenido que los anteriores. Él cubre la boca de ella con sus labios, acoge sus gemidos, los acompaña con los suyos. Por unos momentos, lo que eran dos personas se convierten en una, dos respiraciones gemelas, dos corazones latiendo a la par. Los ojos de él en los de ella, los de ella en los de él, susurrándose al oído, besándose los labios, el rostro, el cuello.
Parece que para él aquello fuera mucho más que algo físico. Para ella, desde luego, es mucho más.
Y Dios sabe que jamás se ha sentido tan plena.
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El vestido negro resalta la blancura de su piel. Tumbada sobre las sábanas, parece una ninfa recién salida de un cuento de hadas. Está nerviosa; sus enormes ojos más abiertos de lo normal, ligeramente vidriosos, están esperando algo que a su entender está tardando demasiado. Entreabre la boca, sólo un poco, casi imperceptiblemente. Pero es suficiente para que él reaccione. Se inclina sobre ella, le besa las mejillas, la barbilla, y luego roza ligeramente sus labios. Ella levanta ligeramente la cabeza, no le deja despegar los labios. Le abraza, le besa con dulzura, y él responde de igual modo. Las manos de él bajan hasta las piernas de ella, bajo la falda, acariciándole los muslos. Ella se estremece al sentir su roce. Deshace el abrazo, si bien que a desgana. Le deja alejarse de ella, incorporarse, acariciarle las piernas, besárselas. La falda, subida hasta la altura de las caderas, destaca más aún contra una piel que raras veces ha visto el sol. Siente cada caricia, cada beso, como una placentera descarga en la columna. Se incorpora ligeramente, se sujeta el vestido, se lo levanta, casi tímida, dejando a la vista su abdomen. Él responde como había esperado, y pasa a besarle el estómago, el ombligo. Hay tanta ternura en sus movimientos que sólo de observarlo le produce placer. Se quita el vestido, pasándolo por encima de su cabeza. Su melena se enreda con los tirantes, se queda extendida sobre la almohada. Él la contempla unos momentos, ahora son sus ojos los que brillan. No se queda inmóvil por mucho tiempo; se vuelve a recostar sobre ella, vuelve a besarla. Con ternura, le acaricia los brazos, los senos, el vientre. Ella se gira para poder abrazarle, siente su roce en su vientre, en sus caderas. La habitación está helada, y de pronto se da cuenta del frío que tiene, y de lo cálido que es su cuerpo. Se pega más a él, todo lo que puede. Dobla una rodilla, rodea su cadera con ella. Él no deja de acariciarla lentamente, mientras sus labios le recorren el rostro y el cuello, a ratos tan suave que apenas lo siente, a veces arrebatado y violento. Tanto sus besos como sus caricias la hacen gemir de placer, desear que aquello dure para siempre, que sus labios y sus manos nunca se separen de ella.
Nota sus manos en la cadera, sujetando la única prenda que lleva aún puesta, deslizándola ligeramente hacia sus muslos. Ella se aleja de su cuerpo y le ayuda en la tarea. No es realmente consciente de cómo, pero vuelve a estar tendida, abrazada a él, sus cuerpos pegados buscando el calor el uno del otro, besándose y abrazándose como si no existiera nada más en el mundo. El anhelo en los ojos de ella encuentra compañero en los de él, las sonrisas se sienten a través de los labios, el roce de las lenguas, los ligeros gemidos mezclados con risas. Él baja la mano hacia sus caderas de nuevo, a ella se le acelera la respiración. Dejan de besarse y se miran. Solos él y ella, los ojos de él cada vez más vidriosos, ella respirando entrecortadamente, intentando contener tímidos los gemidos que le provoca la mano de él entre sus piernas. Con los labios entreabiertos, sin dejar de mirarle a los ojos, ella le susurra algo. Él aparta su mano, se apoya con ella en la cama, y vuelve a besarla. Besarla con tanta ternura que el sólo roce hace que ella gima de nuevo. Se arrodilla sobre ella, entre sus piernas. De alguna manera hace el movimiento sin que sus labios se separen en ningún momento. Levanta el rostro, la mira, ella le devuelve la mirada. No hacen falta palabras, sus ojos lo dicen todo, lo entienden todo.
Él deja caer el cuerpo sobre ella, que lo recibe abrazándolo, besándole el cuello. Un nuevo gemido, más alto y peor contenido que los anteriores. Él cubre la boca de ella con sus labios, acoge sus gemidos, los acompaña con los suyos. Por unos momentos, lo que eran dos personas se convierten en una, dos respiraciones gemelas, dos corazones latiendo a la par. Los ojos de él en los de ella, los de ella en los de él, susurrándose al oído, besándose los labios, el rostro, el cuello.
Parece que para él aquello fuera mucho más que algo físico. Para ella, desde luego, es mucho más.
Y Dios sabe que jamás se ha sentido tan plena.
Otra razón más para no comentar esto es que me parece rayano en la tortura. Esto-no-se-escribe, que por ahora estoy a dos velacas ¬¬
ResponderEliminarPues imagínate yo, que ando a dos velacas "ad infinitum". Tú al menos vas a tener a la Heidi Klum ya prontito ._.U
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