En la capilla solo se oía la letanía del párroco, con algún que otro sollozo ocasional de fondo. Joel esperaba el final de la homilía sentado en la última fila, solo ligeramente consciente de dónde estaba. Oyó la letanía del párroco, vio - aunque borroso por las lágrimas - el féretro junto al púlpito, y supo quién descansaba dentro.
Su compañero de batalla, su más antiguo amigo, el que le había salvado la vida mil veces, al que había metido en problemas mil y una. Juntos habían explorado medio mundo, luchado tanto contra dioses como contra monstruos, huído quizá demasiado alegremente de caballeros vengativos. Y siempre había sido Aarón, el más fuerte, el más decidido, con su hoja afilada y su afilado ingenio, el que les aseguraba la victoria.
Joel siempre había sabido que su amigo le sobreviviría, que algún día no llegaría a tiempo para salvarle del último monarca al que cabreara con su magia, del último demonio al que, por accidente de nuevo, despertara.
Y ahí estaba, vivo y sentado en aquella capilla, asistiendo al funeral de Aarón.
Llevaba postrado en cama ya varios meses, perdiendo poco a poco la batalla contra la enfermedad, sin que la magia de Joel pudiera ayudarle, sin que los médicos pudieran hacer nada para salvarlo.
Cáncer, decían. Inevitable, decían. A él no le importaba el nombre, solo sabía que se había llevado a su hermano.
El religioso le hizo un gesto con el brazo. Él se quedó congelado en el asiento, negándose a despedirse de su amigo, a admitir que se había ido para siempre. De pronto sintió la mano de su madre cerrándose con fuerza alrededor de la suya.
- Venga - le susurró. Él se giró, y la sonrisa triste que vio en el rostro materno le dio fuerzas para levantarse y caminar hasta el altar.
Cuando llegó frente al féretro se subió al cajón que había junto a él para poder por encima del borde. Aaron estaba tumbado allí, muy quieto, con su traje azul de los domingos. Al menos el dolor había parado, pensó, al menos su amigo ya no está sufriendo.
Joel no dijo nada. Dejó sobre el regazo de su amigo el libro que había estado sujetando y se bajó del cajón.
- ¿No quieres decirle nada a Aarón? - la madre echó un vistazo al féretro y vio el libro que su hijo había dejado allí.
- Ya lo he hecho, mamá.
- Ya veo - los dos volvieron a su asiento - ¿Y de veras quieres regalarle ese libro?
- Mamá, si no juega conmigo no duraré ni una partida. Él es quien me salva siempre, el libro debe quedarse con él.
- Pero podrías querer jugar con otros niños para que te ayudaran, Joel.
- No mamá - el niño volvió a levantar la vista, hacia donde descansaba su amigo - la partida ha terminado.
Su compañero de batalla, su más antiguo amigo, el que le había salvado la vida mil veces, al que había metido en problemas mil y una. Juntos habían explorado medio mundo, luchado tanto contra dioses como contra monstruos, huído quizá demasiado alegremente de caballeros vengativos. Y siempre había sido Aarón, el más fuerte, el más decidido, con su hoja afilada y su afilado ingenio, el que les aseguraba la victoria.
Joel siempre había sabido que su amigo le sobreviviría, que algún día no llegaría a tiempo para salvarle del último monarca al que cabreara con su magia, del último demonio al que, por accidente de nuevo, despertara.
Y ahí estaba, vivo y sentado en aquella capilla, asistiendo al funeral de Aarón.
Llevaba postrado en cama ya varios meses, perdiendo poco a poco la batalla contra la enfermedad, sin que la magia de Joel pudiera ayudarle, sin que los médicos pudieran hacer nada para salvarlo.
Cáncer, decían. Inevitable, decían. A él no le importaba el nombre, solo sabía que se había llevado a su hermano.
El religioso le hizo un gesto con el brazo. Él se quedó congelado en el asiento, negándose a despedirse de su amigo, a admitir que se había ido para siempre. De pronto sintió la mano de su madre cerrándose con fuerza alrededor de la suya.
- Venga - le susurró. Él se giró, y la sonrisa triste que vio en el rostro materno le dio fuerzas para levantarse y caminar hasta el altar.
Cuando llegó frente al féretro se subió al cajón que había junto a él para poder por encima del borde. Aaron estaba tumbado allí, muy quieto, con su traje azul de los domingos. Al menos el dolor había parado, pensó, al menos su amigo ya no está sufriendo.
Joel no dijo nada. Dejó sobre el regazo de su amigo el libro que había estado sujetando y se bajó del cajón.
- ¿No quieres decirle nada a Aarón? - la madre echó un vistazo al féretro y vio el libro que su hijo había dejado allí.
- Ya lo he hecho, mamá.
- Ya veo - los dos volvieron a su asiento - ¿Y de veras quieres regalarle ese libro?
- Mamá, si no juega conmigo no duraré ni una partida. Él es quien me salva siempre, el libro debe quedarse con él.
- Pero podrías querer jugar con otros niños para que te ayudaran, Joel.
- No mamá - el niño volvió a levantar la vista, hacia donde descansaba su amigo - la partida ha terminado.
Pues me ha gustado bastante, no me lo esperaba. Muy triste. El cáncer siempre es un tema peliagudo de tratar
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, casi se me escapa una lagrimilla y todo.
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